Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

martes, 10 de noviembre de 2009

Un único remedio


Cuenta la leyenda o la leyenda siempre quiso contar que en un lugar de ensueño que cualquiera podría imaginar había un feudo cuya dicha y prosperidad no tenían rival. Era en un castillo de resplandeciente ebúrneo y perlados torreones que se alzaba en lo alto de una ladera, emplazado en sus paredes como si de la misma roca se erigiera, elevándose, a su vez, majestuoso e inexpugnable sobre un bucólico valle de espeso robledal y cristalinas lagunas, donde el sol y la luna sólo visitaban para admirar. En esta ciudadela de fantasía, una pareja de enamorados y honrados reyes regía, pues ese amor que se profesaban era tan puro y sincero que con cada decisión que tomaban, el pueblo se sentía siempre partícipe de su cariño verdadero.

Antes de conocerse, el rey tenía un carácter huraño y esquivo, siempre con una hosca expresión en su rostro y palabras que dañaban más que un dardo mortal cada vez que las pronunciaba. La reina, cuando todavía no lo era, poseía una naturaleza idealista pero alejada por completo de la realidad, puesto que sólo habitaba en lo que su mente podía imaginar, provocando que no tuviera relación alguna con el resto de personas que la rodeaba. Pero todo esto cambió cuando, en un fortuito encuentro, mientras ambos deambulaban sin rumbo por el linde de uno de los lagos del reino, se encontraron, se miraron, hablaron y, definitivamente, se enamoraron. Fue este el momento más hermoso de sus vidas, pues por fin conocían lo que tanto tiempo habían sentido como utopía, y sus comportamientos hacia la vida cambiaron por completo, siendo ambos alegres, accesibles y generosos, pues de amor todo estaba repleto.

El matrimonio no se hizo demorar y su gobierno fue el más venturoso que se pudiera soñar. Toda este auge se podía fundamentar en un principio esencial, y éste era que la pareja nunca estaba en soledad, siempre se tenían el uno al otro, en cada instante, en cada momento, pues es lo que deseaban y lo que el corazón les dictaba como sentimiento. Pero pasó el tiempo, inexorable y despiadado, pues ni siquiera las emociones más trascendentales pueden detenerlo del todo, aunque cuando se es tan feliz, se pueda percibir que incluso el devenir se paralizaba en un desliz y ello aprovecharse para amarse con infinito sentir.


No obstante, el mundo, incluso éste dotado de imaginación e ilusión, está cargado de envidia, celo, rencor y desazón, pues había otro reino, no muy cercano pero insuficientemente lejano, que pretendía conquista y destrucción, nunca sabremos porque incoherente razón, pues el ser humano maltrata, daña y aniquila, sin pensar las posibles consecuencias que a los demás ello supone, sólo en los beneficios que le puede reportar en la egolatría que antepone. Innumerables tropas comandadas por un tirano partieron hacia el maravilloso castillo de tono marfil donde anidaba el amor y la pasión, y ello exigía una presta respuesta de sus gobernantes. Fue el rey quién se pronunció, con leve preocupación que sólo su esposa conocía, pero firme determinación:

- Nunca jamás nadie había osado atacar nuestro reino, pero mientras esté en mi mano, no permitiré que en nuestras idílicas tierras penetre enemigo armado. Ni siquiera bosques o lagos podrán apreciar, pues les cortaré el paso donde el cielo y la tierra se pretenden abrazar. ¡Allá!


Con estas palabras, el honrado rey infundió de euforia a su entregado y dichoso pueblo, que estalló en un feroz aplauso de emoción, pero también supo desde ese instante que la reina, que lo escuchaba con devoción, sentía una inmensa angustia en lo más profundo de su interior. Ella sabía que tendría que aguardar en su castillo, sin nada que poder hacer, sólo una larga espera para que su amado regresara sin perecer. Él conocía que iba a estar separado por completo de su amor, y le desanimaba hasta el punto de la desesperación, pero no podía permitir que en esa guerra le quitaran su mayor privilegio, que era con su amada esposa vivir.

Así pues, una mañana, al alba, reunió a sus más fieles seguidores, entre ellos no sólo caballeros y guerreros, también ciudadanos y campesinos de toda índole, montó en su caballo de nevada crin y noble trotar, y con la intencionalidad de marchar hacia ese horizonte mortal, sin olvidar dirigirse a su esposa, el amor de su vida, a la que en los labios besó y después sentenció:

- Volveré a ti, amor mío, pues no permitiré que la muerte se cierna sobre mí. Una vida te prometí al encontrarnos, pero de la eternidad dispondremos para amarnos.

Estas palabras afligieron el corazón de la reina por la creciente preocupación, que no pudo evitar estallar en un llanto de emoción, abrazando a su esposo con fuerza para susurrarle al oído con toda intención:

- Te esperaré, mi querido señor, pues no era vida lo que tenía antes de conocerte aquel día. Sin ti no podría vivir, sin ti sólo me restaría morir.

Ambos se separaron, deleitándose con un último y efímero beso, se miraron a los ojos, intentando aparentar la máxima compostura ante todo el pueblo que los esperaba con relativa amargura por la expectativa de la batalla, pero el rey levantó su espada, el acero centelleó en los cielos y en un decisivo movimiento, enfiló su arma hacia ese horizonte y en galope se precipitó hacia adelante, con una columna de fieles y agradecidos súbditos a su espalda, en una última mirada a su esposa, para transmitirle toda la confianza de que junto a ella pronto volvería.

Fueron varias jornadas a través de la tupida floresta, bordeando los lagos y las montañas que enriquecían este bello paisaje, hasta que llegaron hasta los límites del reino, en esa encrucijada que marcaba el firmamento, en la que, no muy lejos, se vislumbraba una columna de negro humo que coronaba un campamento de fieros combatientes, curtidos y avezados, que asimismo aguardaban con ansiedad que se produjera la contienda, pues tanto ofensores como defensores eran de misma naturaleza y con anhelos similares, no había diferencias en sus corazones, tan sólo dispares motivaciones.

No mucho tuvieron que aguardar, pues en escasas horas, antes del anochecer, ambos frentes empezaron a cargar, enfrentados en una cruenta e injusta batalla para unos, y en una necesaria y expansiva refriega para los otros. El astro solar se tiñó de rojo, quién sabe si por encontrarse en un ocaso que desteñía o por ser partícipe de esta horrible matanza adquiriendo el color de la sangre de todos los que morían. Las espadas seguían alzadas, entrechocándose en destellos argénteos y resonando en metálica melodía, un himno que atentaba contra la vitalidad y el optimismo, una sinfonía que preludiaba fatalidad y derrotismo. El rey era protagonista de esta lid, pues era diestro con el acero y certero con el proyectil, y avanzaba cortando filas enemigas, descargando su brazo con firmeza por doquier, abriéndose paso en un sendero de ruina hacia aquel que había atentado contra su amor verdadero, henchido de ira e inquina.


Por fin se encontraron y sus espadas fueron las que hablaron. Este duelo singular eclipsó el resto de la lucha, pues todos se detuvieron para observar como se decidía su destino, sometido al arbitrio de los hados, que todos esperaban que intervinieran en favor de su amo. Con sendos golpes entre espadas se saludaron, dotados de furibundas miradas y rostros desencajados, sin dejar de intercambiar estocadas y fintas sobre sus monturas, hasta que finalmente, ambos acabaron sobre el barro en descoyuntura. Se elevaron casi al unísono, levantando sus armas hacia el cielo oscurecido mientras corrían en frenética carrera hacia un encuentro definitivo. Tiempo tuvo para pensar este rey en su violento galopar, pues en su mente prevalecía como un candil que no se extinguía la imagen de su amada que le fortalecía y, alentado por ese amor imperecedero, tomo su espada con pulso certero, para adelantarse a su rival y atravesar su corazón en una estocada final.


La batalla parecía terminada, pues los gloriosos vítores y cánticos de felicidad poblaban toda esta mortífera explanada, pero algo ocurrió, cuando el monarca ya sólo pensaba en regresar junto a su amada. Su halcón, que había dejado en su hogar, llegó hasta él, con un pequeño pergamino manuscrito anudado en su pata. Desanudó nervioso la vitela que lo cubría y se encontró con unas palabras que desaveniceron su alegría:

"Su majestad, se dirige a usted el sanador mayor del reino. Su esposa ha caído terriblemente enferma, en un profundo sopor, del que nada ni nadie puede hacerla despertar, pues hemos comprobado con horror que se trata de un atroz mal, que sólo tiene una forma de sanar: con una gota de sangre del dragón que vive junto al mar."

Tras terminar esta lectura y sin género de duda, el rey se abrió paso entre sus vencedores vasallos e inició un vertiginoso trotar hasta la montaña donde habitaba esta criatura, pues ahora sólo podía pensar en esa cura que salvara a su amada de la infinita tortura, que sería tanto para él como para ella, su muerte prematura. Se puede considerar que casi voló hasta llegar a la cueva, en un acantilado que daba al mar, donde vivía este temible y legendario ser, el dragón, astuto y atroz en la misma medida. Ni lo pensó cuando descabalgó, su espada desenvainó y marchó al encuentro del gigantesco reptil, que parecía esperarle presto en la puerta de la caverna, esbozando una maligna sonrisa y mostrando sus colmillos y garras:

- Así que piensas que puedes arrebatarme una gota de mi sangre, pequeño humano. No importa el motivo, aquí sólo encontrarás castigo. Tu esposa muere aquí, ¡contigo!


No hubo más que decir, pues estas palabras inflamaron el preocupado corazón del rey, que eludía con inmensa dificultad las embestidas de la bestia, pero se mantenía firme y entero, pues su cuerpo estaba alentado por algo más que su furia. Recibió un feo zarpazo en su hombro y un terrible mordisco en su pantorilla, pero cuando se hallaba entre las fauces del dragón a punto de ser devorado, levantó su espada en un movimiento desesperado y la hundió en su cabeza hasta que la vida del pérfida alimaña hubo agotado. Tomó un vial con su sangre, y lo anudó en la pata de su halcón, ya que sabía que llegaría mucho antes que él a su reino para salvar a su amor.

Retomó su galopar, esta vez de regreso a su hogar, pues no podía esperar, quería estar con su esposa y si se había curado comprobar. Pero divisó en los cielos, un par de jornadas después de que iniciara su retorno, como el halcón volvía a él, con otro pergamino enrollado en sus garras, que lo peor le hacía temer, pero que no esperó para leer:

"Su majestad, se dirige a usted el sanador mayor del reino. Su esposa continúa terriblemente enferma, en un profundo sopor, del que nada ni nadie puede hacerla despertar. La sangre de dragón no ha surtido efecto alguno, por mucho que hemos rogado. Pero tiene otra forma para sanar: la lágrima de una ninfa del lago crepuscular."

Fue en ese momento cuando su camino se volvió a desviar, para dirigirse rápido y sin esperar, a ese lago vesperal, que se encontraba a varias jornadas de distancia de donde se encontraba. Debía hacerlo de noche, cuando el manto de la penumbra cubriera todo ese lugar, pues era el único momento del día en el que podría a las ninfas contemplar. Y así fue como llegó, cuando la luna refulgía plateada y reflejada en las cristalinas aguas, como pudo observar a una ninfa en su ribera, peinando sus cabellos distraída, con una sencilla y mágica sonrisa dibujada en su preciosa faz. El monarca se acercó a ella, sin intención de atacar o asustar, suspiró desasosegado y se arrodilló entregado:

- Oh, hermosa ninfa, que habitas en este extraordinario lago crepuscular, necesito que escuches mi plegaria, bajo esta noche de luna luminaria.


La ninfa se giró atemorizaba y a punto estuvo de huir acobardada, pues era de naturaleza pacífica y asustadiza, y un poderoso hombre armado se hallaba frente a ella, y parecía en liza. Pero algo en su voz le infundió curiosidad y terminó por sentarse en una pequeña roca para escuchar, asintiendo con su cabeza, animando al regio caballero para que comenzara a hablar.

- De una lejana tierra vine a combatir, pues no tuve más remedio que hacerlo para sobrevivir. Pero mi vida no podría seguir, si mi amada esposa llegara a morir. Nuestro amor no conoce parangón y todo lo daría por ella para que volviera a latir su corazón. Ahora se halla al borde de la muerte, y yo busco con escasa suerte, un remedio que de su mortal sopor la despierte. Mi vida te entregaría si la desearas, tan sólo por una lágrima tuya que derramaras.

Sin embargo, no fue necesario que el rey le entregara nada, pues el corazón de la ninfa se había estremecido con esta historia y la pena la había embargado de tal manera, que lloraba como no lo hacía en eras y una lágrima de sus ojos le entregó para satisfacer su antojo. Después, se sumergió en su lago grácilmente, para limpiar su rostro y aliviar su semblante. Pero esto ya no lo observó el rey, que volvió a recurrir a su ave para que llevara el remedio nuevamente a los sanadores, mientras él reanudaba su vuelta, esta vez mucho más esperanzado.

Pero la esperanza es un árbol que se mece sometido a los designios del destino y cuando ya divisaba su camino, vio como volvía ese halcón, que se había convertido para él en un cuervo de mal augurio a pesar del inestimable trabajo que realizaba, con otra nota enrollada. El rey la tomó con inevitable nerviosismo y un profundo desánimo, y se dispuso a conocer la nueva con pesimismo:

"Su majestad, se dirige a usted el sanador mayor del reino. Su esposa continúa terriblemente enferma, en un profundo sopor, del que nada ni nadie puede hacerla despertar. La lágrima de una ninfa no ha surtido efecto alguno, por mucho que hemos rogado. Pero tiene otra forma para sanar: el corazón de la diosa del bosque, si lo podéis encontrar."

Sabía el rey que ese corazón era un legendario rubí, de inmensa belleza y mágicas facultades, que podría devolver la vida a cualquiera que sintiera que la abandonaba, pero nunca un humano antes lo había visto y sólo pertenecía al mito desde hacía centurias. Decidió no pensar en las inclemencias ni las imposibilidades, pues la vida de su esposa, y por lo tanto su propia vida, ya que la amaba por encima de ésta, estaba a punto de apagarse, no tenía tiempo para demorarse. En el último aliento de su montura, la encaminó hacia esa boscosa espesura y la dejó reposar en el linde, a la espera de que él regresara, si lo hacía, pues pocos se aventuraban en ese lugar de siniestra superchería.


Cual fue la sorpresa del monarca cuando, a pesar de esas ancestrales advertencias de los peligros que entrañaba el lugar, se encontró con un preciosa y radiante arboleda, poblada por toda clase de animales de esencia apacible y aspecto inocente y plantas de vivos colores y perfume embriagante. Pero no se quiso detener en estos deleites y las delicias que le rodeaban, y continuó avanzando con firmeza por un secreto sendero que conducía hacia un saliente en una pequeña elevación, donde surgía reluciente y majestuosa una fantástica catarata en la que se proyectaban haces de luz provocando que caleidoscópicas sensaciones poblaran la atmósfera del lugar. Ni tan siquiera esto logró que su mente olvidara por un instante lo que le ocurría a su amada y todo el amor que por ella sentía. Esta determinación le condujo hasta el interior de reborde, bajo la cascada, donde había una estancia en la que había sentada una desnuda mujer de perenne belleza, deseo inextinguible y voluptuosas formas, que se insinuaba con cada parpadeo de sus profundos y celestiales ojos de azur fúlgido. Sus sensuales y ardientes formas sólo estaban ornamentadas con una encadenada joya que caía suavementre entre sus senos, siendo ésta esa carmesí gema que tanto necesitaba.

El rey quedó hipnotizado durante un imperceptible pálpito por esta inmortal hermosura, pero recobró el sentido con presteza, pues lo que le apremiaba a mantener la lucidez era un sentimiento mayor que cualquier deseo y emoción. Avanzó con determinación hacia esta mujer y hablando con respeto realizó su petición:

- Hermosa señora que habitas en este bello lugar, he de hacerte una petición. He venido a buscar el rubí que adorna vuestro corazón, pues lo necesito para que mi amada esposa viva y podamos compartir por siempre nuestro amor.


La mujer esbozó una seductora y fascinante sonrisa, al tiempo que conducía una de sus manos lentamente hacia el rubí para acariciar su desnudez con él, haciendo que cualquier mortal que se preciara cayera de manera irremediable en este cautivador hechizo de promiscuidad y lujuria. De inmediato, miró al monarca con una incontenible lascivia, que se percibió en su armoniosa voz cuando le habló en respuesta:

- Honorable señor, que gobiernas en ese reino tan dichoso y próspero, aquí lo único impera es mi deseo. Y mi deseo ahora es que nuestros cuerpos unamos en desbordante pasión y puedas sentir conmigo ese mismo amor. Ven a mí, hazme el amor y el rubí será tuyo, como lo será mi corazón.

Pero una negativa se dibujó en el preocupado y enjuto rostro del rey, que terminó por inclinarse ante la libidinosa dama, para emitir una desesperada súplica:

- Sólo tengo un corazón que perder, hermosa señora. No podría entregaros el mío pues ya tiene dueña, como también lo tiene mi deseo. Os ruego que me cedáis ese rubí a cualquier otro precio excepto a ese, pues no puedo daros lo que ya he ofrecido a la mujer que amo y que siempre amaré.

La mujer abrió los ojos con escéptica incredulidad, como si acabaran de liberarla de un maleficio que la tenía esclavizada a este lugar y se arrancó del cuello la cadena con el rubí, en una violenta sacudida, para entregárselo al hombre que se había resistido a su invencible y arrollador encanto, y que ya le daba la espalda para regresar veloz junto a su amada, mientras ella se preguntaba tristemente si alguna vez podría sentir un amor tan profundo como ese.

Tras salir del magnético y sugestivo bosque, con la joya en su poder y, otra vez, a una vasta distancia para regresar a su hogar junto a su esposa, decidió, por última vez, enviar a su amaestrado halcón con la hipotética cura al castillo, mientras él galopaba poniendo toda su alma en el trotar hasta provocar la extenuación de su montura de regreso. No quería ni imaginar lo que ocurriría si este remedio también fracasaba, pero sabía que lo intentaría todo hasta que su esposa recobrara el sentido y pudiera seguir viva, pues sentía que anteponía su existencia a la suya propia.

Y fue tras varios días de viaje cuando, al fin, atisbó en la distancia los lustrosos y esplendorosos pináculos de su espléndida fortaleza, pero también, cortando los cielos en ese instante, precisamente alzando el vuelo de su propia estancia donde se encontraría su esposa encamada, al halcón que volvía con funestas noticias para él. Pero en lugar de esperar a que el ave le ofreciera fielmente el pergamino, espoleó a su consumido caballo, para que hiciera un último esfuerzo y en furioso cabalgar llegara hasta su plateada ciudad.

En cuanto hubo cruzado el pórtico de entrada, descabalgó con aptitud y habilidad, y corriendo atravesó todas las zonas de la ciudadela hasta llegar a la fortaleza, en la que esperaba multitud de siervos, caballeros y sanadores, a los que tuvo que apartar, cuando todos le trataban de alentar por algo terrible que había pasado y que todavía no había asimilado. Arribó a la puerta de la habitación que compartía junto a su amor, donde habían vivido tantas noches de cariño y pasión y exigió a viva voz que todo el mundo se marchara y les dejara solos, para compartir su despedida y su dolor, probablemente con ambos sumidos en el eterno sopor.

Su corazón se encogió cuando contempló como el rostro de su amada estaba prácticamente marchito por la aflicción, pero sin diligencia alguna la tomó de la mano y se arrodilló junto a ella, derramando incontenibles lágrimas mientras hablaba con desesperación:

- Oh, amor mío, tú que das sentido a mi vida, te necesito conmigo. No te marches, no ahora que te he encontrado y sólo quiero amarte por encima de todo lo que poseo. Renuncio a mi corona, renuncio a mi reino, pero jamás renunciaré a mi reina. Pues no necesito imperio ni poder si te tengo a ti y te puedo querer.


Finalmente, el monarca terminó abrazando a su esposa, que seguía sin reaccionar, a pesar de tener sus manos manchadas con su propia sangre, a pesar de bañarla con sus propias lágrimas y a pesar de que su corazón se fuera deteniendo a medida que se posaba sobre su cuerpo, que continuaba sin responder. Pero algo sucedió durante ese abrazo, y no había ni sangre de dragón, ni lágrimas de ninfa, ni corazón de diosa, sólo el suyo, el que realmente siempre había anhelado y necesitado la reina, que abrió los ojos y volvió asentir como la vida volvía a ella.

Ahora, sin feudo ni poder, pues ambos abdicaron tras un amanecer, podían ser los reyes del único reino al que querían pertenecer: el reino de su amor...

... en el que no hay otro antídoto para el sufrimiento y la enfermedad que no sea permanecer juntos durante toda la eternidad.


1 comentario:

Alma (Susurros Mortales) dijo...

Ya sabes que me ha encantado el cuento. He podido identificarme con la reina y sentir todo el amor que ella siente por su esposo.

Me quedo deseando que llegue el dia en el que yo tambien me reuna con mi amado.

Besitos.