Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

martes, 27 de diciembre de 2011

El Misterio del Amor

- ¡Oh, Supremo Rey Cuervo! Acudo a ti desesperado.
- Habla, pequeño mortal. No te quedes ahí pasmado.
- Te imploro que no permitas que vuelva a amanecer.
- ¿Y por qué razón un deseo así te debería conceder?
- No existe mujer que quiera que descubra mi oscuridad.
- ¿Acaso piensas que nadie hay con quien compartir tu soledad?

- La noche es fugaz y al imaginarla me atenaza el dolor.
- ¡Miserable insensato!, ¿desconoces el Misterio del Amor?
- La pena me nubla. Te ruego me ilumines con tu sabiduría.
- Escúchame, pues cuanto necesitas es imaginar su compañía.
- En sus brazos está mi hogar, me eleva al inmarcesible cielo.
- ¿Se jacta el bello sin fealdad, se apaga el fuego sin hielo?

- Anhelo acariciar cada rincón de su ser, mi deseo es eterno.
- ¿Cómo habría justicia sin delito, y un Edén sin su Infierno?
- No respiro sin sus besos, ni existo más allá de su mirada.
- ¿Quién vive sin temer a la muerte, vence sin perder nada?

- ¡Mas como soportar su ausencia y apaciguar mi lamento!
- ¿Qué es la luz sin la oscuridad, el amar sin el sufrimiento?





- Ahora lo entiendo, su Nocturnidad, agradezco la lección.
- Jamás olvides que de dicha y de pesar se nutre un corazón...
 
 
 
 
 
 
 
 

... algún día, alguna noche, la encontrarás, y sabrás por fin qué es de verdad

viernes, 23 de diciembre de 2011

El tiempo de Yule (Segunda Parte)


Paseando mi mirada con científico detenimiento por la estancia, contemplé con cierto recelo que se había producido un apagón tanto en el edificio de la biblioteca como el arcaico distrito donde se ubicaba, pues desde los angostos ventanales no se proyectaba iluminación alguna. Sin embargo, no podría asegurar si por fortuna o fatalidad, las luces de emergencia del lugar funcionaban con normalidad, otorgando una tenue y mortuoria tonalidad a la sala de estudio, como si estuviera bajo el fulgor de los candiles. Nadie había en los alrededores, pero podía resultar comprensible, considerando que estaba en una de las salas menos transitadas de la biblioteca, y era víspera de festividad. Por lo que, aprisionado por esa morbosa excitación que me invadía al permanecer en una situación así, esbocé una osada sonrisa y mis ojos danzaron, de nuevo, sobre ese libro de irrisorio misticismo que aún descansaba sobre la mesa, abierto, expuesto ante mi cínico escrutinio. 

Fue cuando supe que estaba manuscrito en una lengua que desconocía, aunque no me era ininteligible, pues podía asociarla, por mis estudios etimológicos y lingüísticos, a una variante desusada e ignota del gaélico antiguo. Una forma ancestral de este idioma que podía datarse de períodos protohistóricos, lo cual comenzó a interesarme lo suficiente como para que mi descreída consulta se convirtiera en un tenaz estudio. Pero a medida que pasaba con visible agitación las páginas, ajadas y deslucidas, una sensación de ardor, un creciente quemazón, se inició en mis dedos, como si estuviera acariciando con deleite una crepitante lengua de fuego. Me detuve de inmediato cuando el picor se transmutó en dolor, y tras confirmar que mi piel estaba intacta, sufrí otro inquietante síncope, como el que había padecido al encontrar el tomo en el estante. Mi mente, al borde del vahído, no supo correlacionar en primera instancia lo que estaban contemplando mis ojos, que no era más que una tosca ilustración, en tonos oscuros, que se plasmaba a todo folio en una de las hojas del libro. 


Era espeluznante, a pesar de que se tratara de una esquemática pintura de difusa interpretación. En ella figuraba lo que parecía una pequeña aldea, de casas bajas y circulares con una techumbre de hojarasca, que circundaban una prominente roca, un megalito si la memoria no me traicionaba, que se erigía con firmeza, cual ciclópeo guardián de piedra. Pero lo que me sobrecogía era aquel tizne negro, una especie de borrón oscuro que surgía del extremo superior izquierdo del dibujo. Quise determinar si sólo era una mancha de carbón que se había difuminado por efecto del uso del libro colocando la página a trasluz, cerca de una de las mortecinas luces de emergencia, hasta que descubrí el secreto que guardaba aquella imagen de pesadilla. Un horror encerrado en un libro que jamás debería haber abierto. En mitad de esa glutinosa oscuridad que sobresalía hacia la ilustrada villa, en una mácula de abyecta negrura, se perfilaban figuras humanas, sinópticas y esbozadas, en gestos grotescos, algunos físicamente imposibles, por sus dislocados miembros, sus amplias fauces o sus encorvados espinazos. Una horda de execrables criaturas que avanzaba junto a esa oscura infamia, que crecía inexorablemente, ocultando el poblado a medida que pasaba las páginas, conformando un macabro fotograma. 

Fruncí el ceño buscando la empírica coherencia que requería este improvisado estudio, tratando de apartar el irracional temor que me asaltaba, y eso fue lo que me permitió atisbar, bajo las ilustraciones, a modo de acotaciones, una serie de apuntes escritos en latín, impresos en tinta carmesí. La primera frase que leí era tan significativa que reflexioné durante unos interminables minutos sobre ella: In absentia luci, tenebrae vincunt. La transcripción me resultó sencilla, siendo su significado “En ausencia de luz, la oscuridad prevalece”. De esta manera, emprendí la transcriptora labor del intérprete y descifré aquello que alguien, que no parecía ser el autor de la obra, había escrito allí, quién sabe cuándo y por qué. El resultado fue sumamente decepcionante, aunque en cierto modo tranquilizador, pues recobré el temple perdido minutos antes, sustituyéndolo por esa actitud jactanciosa que había tenido en un principio, teniendo en cuenta el tipo de literatura que pensaba que era. Lo que había escrito como apunte en los márgenes de los dibujos era la patética perorata de algún ocultista estafador, que pretendía atemorizar a los lectores con una sugerente historia. O eso quería pensar. 

Según contaba quién quisiera que lo hubiera redactado, durante lo que se conoce como 'Yule', el día del Solsticio del Invierno, el umbral que separa el reino de los vivos del reino de los muertos se fragmenta, provocando que la incognoscible oscuridad que anega el mundo se escape durante horas, eclipsando a la luz purificadora, y haciendo que, de esta manera, la noche sea más larga. No obstante, las advertencias de este demente no se refrenaban en este natural fenómeno, pretendían trascender más allá de lo explicable, pues desde tiempos inmemoriales, se celebraban rituales, se honraba a los antepasados y se entonaban cánticos para que se produjera el renacimiento de la luz, en un nuevo y reluciente amanecer. Por supuesto, si no se ejecutaban con solemne fervor estos ritos, el blasfemo pórtico entre ambos mundos quedaría abierto, de entre las sombras los cadáveres resurgirían para extender su perfidia por toda la tierra y la oscuridad nos devoraría para siempre. No pude reprimir mi carcajada cuando hube terminado de leer, más por recordar ese infundado miedo que había tenido instantes antes, que por la necedad de la fábula que había descubierto. 

Cerré el libro con sonoridad y cuando me disponía a dejarlo en su lugar en la estantería, comprobé que carecía de etiqueta de signatura. No pertenecía a la biblioteca. Me decidí, entonces, en buscar a uno de los auxiliares para que pudiera hacerse cargo de él, mas cuando hube salido de la sala de estudio, me extrañó comprobar que no había absolutamente nadie y que la puerta de la salida, que se observaba desde mi posición, estaba cerrada. Todo seguía sumergido en una impenetrable tiniebla. Vacilé durante unos segundos ante esta sorprendente coyuntura, pero sin perder la compostura, caminé hacia la salida y, con alivio, empujé el portón hacia la calle, abriéndolo en un estridente chirrido. Y, repentinamente, sentí como si me envolviera una antinatural brisa, gélida y luctuosa, ocasionándome un violento estremecimiento, que azotó todo mi cuerpo. No quise darle importancia, por lo que resguardé el libro bajo mi regazo e inicié mi regreso a casa. Ya volvería mañana para que alguien se hiciera cargo de él, en un horario menos intempestivo.


Las empedradas calles que había recorrido horas antes, ahora parecían teñidas por las sombras de la noche, pues las farolas y las luces continuaban extintas, ahogadas seguramente por el apagón eléctrico que afectaba a la zona. Me fascinaba la nocturnidad, ese estrato lóbrego y nebuloso siempre me había resultado sumamente inspirador, pero aquella noche parecía distinto. Me apresuré con presteza, entre sombras y silencios, avanzando por inquietantes rincones en los que parecía que las penumbras se contoneaban a mi paso, como si intentaran burlarse de mí. Me sentí estúpido cuando me giraba bruscamente al creer observar que alguien o algo me contemplaba, me seguía o me amenazaba. Mi respiración se tornó apresurada y dolorosa, pues la gelidez penetraba en mis pulmones junto con esa umbría sensación de miedo, que volvía a germinar en mí. Buscaba con desesperación a alguien, tanto en las travesías como en los comercios, pero todo cuanto me rodeaba residía en una sepulcral quietud, en una escalofriante soledad. Lo único que me propiciaba un efímero sosiego era la fantasmal luz estelar que provenía de los cielos nocturnos. Había luz, por insignificante que fuera. Aunque no por mucho tiempo.

En uno de mis torpes zarandeos, creyendo que estaba siendo acechado por otra de esas enloquecedoras sombras, me volví hacia la calle que acababa de remontar y contemplé aquello que resquebrajó por completo mi templanza, anquilosando mi corazón en un catatónico pavor. No podía creer lo que estaba viendo, pero mis ojos no me engañaban: se trataba de oscuridad, una absoluta y atroz negrura, que oscilaba viscosa e informe, serpenteaba etérea y volátil, engullendo todo resquicio de luz que había a su paso, ascendiendo desde donde mi vista podía avistar e inundándolo todo, asfixiándolo en una agonizante opacidad. Me quedé petrificado, observando aquel ominoso espectáculo, testigo atónito de un miedo primordial del que yo me había mofado, que ahora se cernía sobre mí vertiginosamente. 

Aún no comprendo qué me impulsó a tomar semejante determinación, pero en aquel momento sólo pude abrir el libro que había descubierto en la biblioteca, por una de sus páginas ilustradas y, entre inconsolables estertores de terror, busqué con desesperante afán uno de los pasajes que había escritos en latín, el cual recité entre alaridos, llantos y quejidos, sintiendo como si una inmensidad de cruentas punzadas ulceraran mis carnes en el momento en el que fuí asolado por las sombras. 

Y esto fue lo que grité antes de perder la consciencia, como si no existiera otra verdad en el universo:

Permite que mi humilde existencia se ilumine con tu fulgor, 
bajo el amparo de las estrellas y la melancólica luz lunar, 
y que el gran sol matinal derrame en mi su rayo de esplendor 
cuando me amenace la permanencia de la perpetua oscuridad. 

Estaba amaneciendo cuando desperté, encogido por el frío y el estupor, sintiendo el cuerpo entumecido por la incómoda postura que había mantenido durante horas, en un mugriento recoveco de uno de los callejones del Barrio Antiguo, con aquel enigmático libro entre mis brazos... 



... y el consuelo de saber que el tiempo de Yule había terminado. 

miércoles, 21 de diciembre de 2011

El tiempo de Yule (Primera Parte)


Apenas habían transcurrido un par de horas desde la comida y ya la noche se extendía con su fascinante velo por la ciudad, adueñándose de cada callejuela, deslizándose hacia las grietas más recónditas de los vetustos edificios que conformaban el caótico entramado del Barrio Antiguo. Pero una miríada de luces encendía el ambiente, pendiendo anaranjadas de arcaicos faroles que ahora funcionaban con electricidad, y decorando las fachadas en una caleidoscópica catarata, que anunciaba que habíamos entrado en la semana de Navidad. Era el vigésimo día de diciembre, y podría decir que la plenitud de la Natividad era una jubilosa constante en lugares y en rostros, sobre todo en el de los niños que me iba cruzando a medida que avanzaba hacia la biblioteca, mi destino en esta gélida tarde, todavía autumnal. 

 Deambular entre las restauradas reliquias de lo que, en tiempos pretéritos, fue mi antigua ciudadela, siempre me resultaba un delicioso placer del que no me quería privar, por ello acudía con diligencia al viejo edificio que se encontraba más allá de las ruinas de la muralla cuando quería consultar un libro o gozar de una novela, en lugar de recurrir a los modernos archivos, digitalizados y ergonómicos, cercanos a mi hogar. No es que fuera un lugar precisamente bello, puesto que era un inmueble erigido hacía apenas un par de décadas, en el que se percibía una escasa funcionalidad; sin embargo, lo que verdaderamente resultaba entusiasmante era atravesar esa laberíntica red de calles medievales. Sentir como si, en esencia, regresara a una época de pasiones y leyendas, a cada paso y en cada latido. El ambiente era tan evocador que sólo tendría que cerrar los ojos para embriagarme de esa romántica impresión de que había retrocedido eras hasta alcanzar un instante perdido en el tiempo. 


 Cuando hube llegado a la biblioteca me percaté de que su iluminación, del mismo modo que en las calles, era resplandeciente, en un modo cegador, pues asimismo alguien había decidido ornamentar el sitio como si de un Árbol de Navidad se tratara. Tanto mejor, nunca estaba de más la luz cuando se quería consultar una obra literaria. Así pues, me dirigí al área de estantes de 'Historia y Geografía', en busca de la signatura que correspondiera al manual historiográfico sobre celtas y escandinavos que ansiaba encontrar, pues debía realizar un monográfico sobre la influencia de dichas culturas en mi territorio. Me consideraba un apasionado, casi un erudito, de la cultura celta y los pueblos prerromanos dentro de la Península Ibérica, por lo que tenía la certeza de que no necesitaba demasiada información. Aunque en el saber nunca hay excedente. 

 Acompañé mi mirada con mi índice, viajando entre los diversos tomos que hallaba, hasta que di con el que buscaba sin mucho problema. Pero cuando me dispuse a asirlo para llevarlo hasta una de las mesas de estudio, una insólita sensación de desasosiego invadió mi mente, turbándola, como si acabara de sufrir un súbito colapso que me mantuvo obnubilado durante un par de segundos. Me recuperé y, al enfocar nuevamente mi visión, me cercioré de que junto al manual que estaba cogiendo, reposaba un extraño libro cuyo lomo, agrietado y enmohecido, tenía un aspecto desolador. La curiosidad articuló mi mano, como si de una sortílega titiritera se tratara, hasta tomar ese otro ejemplar, que el tacto de sus cubiertas se asemejaba al cuero, y que como título figuraba una única palabra, hilvanada con hermosos y atrayentes caracteres que latían en un insondable obsidiana sobre la raída portada: «Yule». 


 'El tiempo de Yule' era una celebración pagana que se correspondía a la mitología celta y nórdica, una ancestral tradición que se conmemoraba durante el Solsticio de Invierno, por la cual se preparaba un opulento banquete, se embellecían los hogares con luces, muérdagos y guirnaldas y se cantaban canciones alrededor de una fogata, mientras transitaba la noche, la más larga del año, dando lugar a un brillante amanecer. De esta inmemorial costumbre se había llegado, a través del sincretismo, hasta nuestra actual Navidad. Esto era lo único que conocía sobre esta fecha, pero sabía que algunas personas, especialmente aquellas vinculadas a enigmáticos esoterismos, le otorgaban otra trascendental interpretación. Por supuesto, mi dictamen al respecto era de absoluto escepticismo, no le otorgaba validez alguna a antiguas supercherías que habían rescatado algunas personas, en la actualidad, para lograr notoriedad, atención o enmascarar sus carencias académicas en un ridículo artificio para cautivar a ignorantes redomados y crédulas niñas que juegan a ser brujas.

 Aún así, con mi voluntad sojuzgada por un insano merodeo, me vi sentado, en completa y desamparante soledad, en una de las mesas de estudio cercanas a las estanterías, con este inescrutable libro ante mí y la sensación de que estaba a punto de perpetrar la profanación de un saber prohibido, por mi obcecación acerca de que lo que iba a descubrir me parecería, fuera de toda duda, una ridiculez. No me importaba, yo seguía sonriendo con un abyecto deleite, como aquel que permite que un iletrado hable sólo por el placer que le supondrá reprenderlo y corregirlo. Deslicé las yemas de mis dedos bajo las cubiertas, y percibí un inverosímil peso en la tapa de portada, que al principio reproché al lamentable estado de la obra, que pensaba había quedado solapada, en sus páginas, por un pegajoso deterioro. No obstante, esa no era la razón. Por lo que percutí hasta casi hacer palanca y el libro se abrió delante de mis ojos, en un pavoroso estruendo que provocó un desagradable eco por los corredores de la sala. Sala que, acababa de comprobar, estaba silenciosa, oscura y vacía.  


Como empezó a sentirse mi impía alma.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Regalos


Inseguro y confuso, como el niño que a ratos todavía soy, te observo distante sin poder atravesar del todo el muro transparente que nos separa. Lo rozo con la yema de los dedos, anhelando saber lo que hay detrás sin poder siquiera imaginar el torrente eléctrico que surca cada pensamiento.

Sólo puedo tocar ese muro, y decirte a ciencia cierta, todo lo que lanzo contra él, a veces con calma, otras desesperadamente, casi todas espectante. Es todo lo que te regalo.

Te regalo mi miedo, enorme, aunque escondido bajo toda la frialdad que puedo reunir. Esa frialdad es tuya también.
Te regalo mis sueños, uno a uno, desde el más ínfimo, insignificante y precioso, pasando por los que quizás cumplí; hasta los más, los imposibles, sueños que nunca cumpliré, que todavía me persiguen, que todavía persigo. También mi realidad, mucho más predecible y gris, pero toda tuya si la quieres y alcanzas a pintarla de cualquier otro color.

Te regalo la brisa que me despierta cada mañana, anhelando el regalo de un nuevo día, quizás rutina encubierta bajo falsa prótesis de ilusión, pero todavía por esconder tanto que se niega a ser entregado... Quizás tú puedas desentrañarlo. Ojalá puedas.

Te regalo el futuro, cerrado en mi puño. Retira dedo a dedo, y hazlo tuyo. Porque parece imposible, pero cada segundo que arañes te hará un instante más inmortal.

Te regalo un espejo, en el que veas tu reflejo, y te cerciores de la luz que te recorre de los pies a la cabeza, haciéndote brillar de tal manera que quien se atreva a mirarte de frente, comprenderá el verdadero significado de resplandor. Ojalá seas consciente de ese brillo, de lo que eres, de lo que puedes llegar a ser.

Si me lees, te regalo cada letra que escribo. Si me oyes, te regalo cada palabra, cada susurro, cada certeza, cada inseguridad. Sólo tienes que abrir los ojos, o escuchar atentamente. Ni mucho menos nada de lo que escriba o diga será importante o digno de tu atención. Pero es tuyo. Guárdalo, quémalo, atesóralo. Es tu decisión.

Y cada lágrima que aún me queda por llorar. Y cada carcajada, cada parpadeo. Cada lamento, cada paso en falso y cada acierto, por nimio o determinante que haya sido, que vaya a ser, que sea en este preciso instante. Ojalá pudiera regalarte un poquito de la chispa que has generado en mí y verla devuelta en tu sonrisa. Sólo eso, sólo un instante de tu sonrisa, valdría más que todos los regalos que lanzo contra el cristal.

Y por supuesto, te regalo tanta esperanza. La esperanza que creí perdida, que seguramente volveré a perder, pero en este momento concreto, sé que aunque se derrame a borbotones, siempre, siempre, siempre, vuelve, por cada momento por el que merece la pena desesperadamente luchar para ser feliz.

Todo te lo lanzo con fuerza, esperando alcanzar un punto de ese muro donde no rebote, lo escuches de alguna manera, y gires la cabeza. Y acierte a ver tu mirada. Acierte a sumergirme en ella, contando cada segundo del privilegio que supone mirarte a los ojos y perderme en ti. Cada uno de esos segundos será algo nuevo y mágico, con lo que estaré burlando a la tristeza, a la desesperanza y al olvido.

Sin nada en absoluto que perder. Con todo un mundo infinito de posibilidades que ganar. Porque aunque no arañe a ver la superficie de, ese, tu mundo, aunque todavía ahora, y quizás para siempre, sólo te observe a través de un muro irrompible... cada vez que me devuelves la mirada...


... gano.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Todo son cenizas (prólogo)


Por la mañana, el cielo había estado despejado. Esa noche las nubes se agolpaban furiosas, reclamando su parcela de firmamento para teñirlo de gris y depositar su ira incontrolable.


Ricardo lo veía desde el coche. Siempre que iba a llover, la vieja herida de la pierna comenzaba a dolerle, un rayo periódico que vaticinaba dolor y una tromba de decepción. Pero eso no era lo que le importaba en ese momento. Francamente, poco o casi nada le importaba. Se había esforzado mucho para conseguirlo, a golpes de miseria y de fracaso.



Contemplaba, sin poder evitarlo, lo que sí le importaba todavía. Vio la luz de la habitación, brillando como el tenue parpadeo de una promesa todavía por cumplirse, en el quinto piso de la fachada. Sólo un punto de luz. Sólo eso. Pero no podía dejar de mirarlo. Sabía que tras ese pequeño brillo, se ocultaba todo lo que fue y todo lo que podía haber sido. También todo en lo que se había convertido, todo lo que era en ese momento.


Sacó del bolsillo de su gabardina la foto. Daba pena verle, y lo sabía, desaliñado, maloliente, había perdido el interés por cualquier cosa. Pero, en cambio, la foto estaba intacta, impoluta, como si de alguna manera quisiera aferrarse a lo que representaba, a la oportunidad que se iba desvaneciendo a cada segundo. Encendió un cigarrillo mientras la observaba, y de reojo, también la luz de la fachada. Hasta que ésta última cesó. Eran las diez de la noche de un martes, la hora en la que las ilusiones se apagaban, los mundos convencionales se iban a dormir, pero el suyo, poco a poco, volvía a funcionar.


Perdido entre sus pensamientos, las cenizas del cigarro cayeron sobre la foto. Se asustó,

y la sacudió con una extraña mezcla de delicadeza y furia. No, eso no. Eso no podía perderlo también.

Las cenizas la emborronaron un poco, pero actuó a tiempo. Había salvado la imagen, aunque lo que se veía en ella se había perdido hacía tiempo. La limpió con cuidado y volvió a guardarla en la gabardina.


La certeza era absoluta.

Todo eran cenizas.


Arrancó el coche, dejando de lado todo ese mundo que fue suyo y tiró por el retrete; consciente de que la pausa en su rutina había acabado, y era hora de ponerse en marcha. Era hora de trabajar.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Caminando


Caminando por el filo, de puntillas, sin hacer ruido, paso a paso, vacilante pero haciendo camino,;sobre las fauces de lo invisible, que tiñe de silencio y de vacío de existencia. Él pisó, con tanto miedo de que sus huellas fueran contempladas, que miraba cada paso con total y absoluta atención.

Era tan importante no mancillar el paisaje y sus alrededores, era vital no manchar, no molestar. Sólo convivir con harmonía y disfrutar de cada movimiento, fuera lento o fuera como fuera.
Porque el paisaje era tan alentador, tan cargado de inexplicable magia, que su reparo era totalmente justificado. No valía la pena arriesgar a que un paso en falso cargara de su apestosa realidad pasada todo aquello que contemplaba ensimismado.

Pero el camino, era escabroso, y las tinieblas cegaban sus vacilantes pasos. Sabía que en cualquier momento se precipitaría y ni siquiera podría agarrarse a los bordes, los veía resbaladizos e inseguros.

Suspiró. Resopló. Cerró los ojos. Hizo de tripas corazón. Siguió caminando.

En sus sueños, todavía albergaba retazos de la misma magia que contemplaba. Sueños de que podría atravesar el paisaje, incluso pasear por él con la certeza de que todo iría bien, de que podría formar parte de aquello, fundirse con el entorno, respirar llenando los pulmones de nueva brisa y nuevos horizontes. Todavía, de vez en cuando, soñaba que abriría los ojos y el camino nunca más sería escabroso. Sería felicidad.

Pero al abrirlos, el precipicio le contemplaba.

¿Saltaría, pensando que podía volar?

jueves, 1 de diciembre de 2011

Algo brota



Al principio no fue nada. O casi nada, por lo menos. Fuera lo que fuese, era difícil de discernir, incluso cuando no había nadie que pudiera discernirlo.

Antes del concepto en sí mismo, antes de que hubiera que explicar cualquier cosa. Antes de todo, porque era casi nada.




Fueron palabras quizás, o algún tipo de remoto sentimiento, de algún lugar más remoto si cabe. O quizás cercano. Un conjunto de sensaciones. Un olor. Una risa. Un recuerdo. Y un punto surgió en el horizonte, dándose la vuelta, girando, creando una perspectiva nueva, como si hubiera alguien que pudiera mirarlo, y que pudiera apreciar su belleza.


El tiempo comenzó a transcurrir, cuando no tenía significado alguno, y la realidad realizó sus primeros compases, al ritmo de los segundos que la iban configurando. Tic tac, tic tac.

El negro había sido el color, o por lo menos la percepción si hubiera existido la capacidad de percibir cualquier cosa. En el momento preciso que brotó esa percepción, sí lo fue. Pero fue cambiando, sujeto al azar de tantas sensaciones nuevas que resonaban en ecos indescifrables pero repletos. Salpicaron destellos de vida, sopló alrededor un viento que giró transportando el misterio y la incertidumbre.


Algo despertó, curioso, porque nunca hubo nada dormido. Pero así fue, y el nuevo insondable contorno se acercó a un destino que no existió pero ahora existía. Fue tierra, fue suelo. Fue.

Arido, abrupto. Si hubiera habido quien caminara, habría sido abatido por el peligro y por la arena recién creada. No era así, por lo que no era importante realmente.

Entonces, lo que despertó rascó de alguna manera difusa la superficie. Ese horizonte nuevo ya estaba fijo en su lugar, marcando la frontera desde cualquier ángulo de visión entre esa tierra sombría y lo que era un cielo infranqueable.


El sonido de lluvia de cientos de miles de lágrimas irrumpió, acompañado por risas y por ojos y pestañas, por dientes y mordiscos, por nuevos conceptos. El suelo tembló, el sonido sonó con fuerza, y ese algo, lo oyó en toda su magnitud.

Consciente de su existencia, porque existía. Y al principio, no había existido. Apenas nada existía, nada que remotamente mereciese la pena. Esto lo merecía.


Porque a su alrededor todas las lágrimas cayeron, y las risas las sazonaron. El nuevo viento transportó con mucha más fuerza aquello que parecía estar insuflando esa nueva vida. Como los ignotos y retumbantes sonidos que vencían a la ignorancia de lo desconocido, abriéndose paso veloces, imperceptibles en su mayoría, pero lo suficientemente perceptibles para marcar una diferencia.

En eso residió el secreto, en lo diferente. En algo que cambiaba, era un cambio, fuera el que fuese. Cambiar, evolucionar, llevaban a vivir. Y eso podía suceder.


Pero la triste broma de la vida fue demasiado. Una broma pesada, un susurro cínico, porque todo lo que vive muere. El palpitante corazón de la tierra lo sintió, como si quien se lo contara pretendiera borrar todo rastro de existencia futura.

Tanto se perdía cuando tanto se podría haber ganado. Ahora, el horizonte parpadeaba, borroso, difuminándose y resquebrajando estrellas, o lo que era algo muy parecido a estrellas que comenzaban a poblarlo. Desaparecían sin más, sin ningún artificio espectacular, porque realmente eso no era lo importante. La importancia, tampoco era.


Lo único que prevalecía era desaparecer, porque desapareciendo no había riesgo, no había miedo, y el miedo era un concepto tan fuerte que podía aplastar a todos los conceptos todavía no nacidos.

Por lo que todo empezó a no ser de nuevo, lo que germinaba empezó a sencillamente, quedarse atrás. Separado, en una barrera que diseccionaba cada capa creada, lo que quedaba atrás se esfumaba con la rabia de que no conocería, cuando podía haber tantas cosas que conocer.


Era comprensible. ¿Cómo existir cuando toda existencia es una prolongación innecesaria hacia el vacío? Abocado a volver al punto de partida, era mucho más práctico adelantar ese regreso, de tal maner que la aventura del viaje quedara en un retazo, una suave pincelada borrada para siempre.

Eso era la muerte, y cualquier vía de escape era válida. Vivir, un esfuerzo lastrado por la certidumbre de su propio ocaso. Vacío como cualquier cosa que estaba destinada a dejar de existir.

Toda voz que llegaba, sin embargo, no se marchaba del todo del lugar sin nombre que comenzaba a volver a no ser. En su precipitación, cada vez más masiva, se perdía cada intento de aterrizar, entre la complicación inherente a lo épico de su tarea, y, sobre todo, esa nueva necesidad de evitar el avatar de la irreversibilidad.


Sólo hay una cosa irreversible, y es la muerte; y lo puede todo. Menos una cosa.

La esperanza.

Ingenua, ilusa, pero cargada de posibilidades. Portadora de voluntad, campeona de los sueños perdidos y sobre todo, de todos los sueños posibles y por encontrar.


Las voces, los recuerdos, los sentimientos que llegaban eran destruídos antes de poder hacer mella, pero dejaban semillas. Pequeñas, minúsculas, insignificante de una en una. Pero juntas, la cosa cambiaba.

El horizonte volvió a fijarse. Los colores, más allá del negro que de vez en cuando adquiría nuevas tonalidades por la nueva luz, hicieron acto de presencia. Lo que fuera que estaba tomando forma, volvió a tomarla, levemente, como asiéndose a una única posibilidad, pero mucho más evocadora que el fin, que, por otra parte, teminaría alcanzándole.


Todos los sueños de los millones de soñadores que habían vivido en cualquier lugar, se apilaron en la lluvia incesante sobre el nuevo rincón de la existencia que nacía con la calma asustada de quién no sabe si ese nacimiento traerá algo más que desdicha.


Plasmados como gotas de lluvia, empaparon el suelo. Ese agua creó barro donde hacía unos instantes del todavía existente tiempo, se revertía el proceso hasta el punto de que en algunos momentos, esas lágrimas atravesaban la eternidad.

Ahora, el barro enterraba esas semillas, y el agua, las nutría en el interior de la tierra, juntándose como una sola.


Los errores y los aciertos actuaron como fertilizante, fueran los que fueran, y en cualquier orden y proporción. La tierra se sacudió, en un terremoto aterrador, tan poderoso que el miedo mismo se asustó.

El miedo se asustó al atravesar la certeza de que nada daba miedo realmente. De que ni siquiera la muerte era suficiente. Porque esa certeza no era nada comparada con cada fertil pensamiento, cada sentimiento, cada decisión.


Y un brote surgió de las tinieblas de esa tierra fertilizada. Con poca fuerza al principio, pero traspasando toda barrera física, mental, existente y todavía por existir al poco tiempo de comenzar su viaje hacia la superficie. Tomó fuerza rescatando todo lo que llegaba, fuera malo o bueno, porque de todo se aprendía, contra todo se podía luchar y todo evolucionaba.


Mientras el brote iba creciendo, a pesar del enorme tamaño que adquiría, el temblor se iba sofocando, derribando las tristes certezas y sustituyéndolas con inciertas promesas. Promesas que no significaban nada, pero que sin embargo, movían la creación al asegurar que, efectivamente, casi nada estaría escrito.

Quién pudiera respirar, habría captado el aroma de la flor que surgió del brote, con vigorosas espinas a su alrededor, protegiendo toda esperanza que nunca jamás volvería a ser violada. El capullo, cerrado, fue olvidando el miedo hasta que no quedó en siquiera un retazo de la memoria, y se abrió, desplegando una belleza tan grande como todo lo que la había forjado. Los colores danzaron a su alrededor, y uno de ellos se posó sobre la flor. El único color posible, el que lo dotaría todo de sentido y de magia.


Y La Rosa Verde se irguió victoriosa, y todo tuvo sentido en un mundo irónico, donde no debería tenerlo, pero lo tenía por cada motivo que cada ser que jamás hubiera existido en cualquier lugar, había luchado desesperadamente por formar y por creer, dando tanto que lo que luego les era arrebatado, palidecía con miseria.

Entonces, por fin, absolutamente, algo existió. Ya no fue nada, nunca más lo sería. Todo vibraba, todo era posible. Todo era esperanza.

miércoles, 30 de noviembre de 2011

La Leyenda de Taliesin


Cuenta una antigua leyenda celta, qué Ceridwen era una hechicera que vivía en medio del lago Bala.


Ella tuvo tres hijos: Morvran, que era muy hermoso, al igual que su hermana Creirwy de quien se decía que era una doncella luminosa. Pero el tercero, Afag Du, era el menos favorecido de los hombres. En compensación a su fealdad, Ceridwen decidió preparar en su caldero mágico un brebaje para Afag Du que le otorgara la sabiduría llamada Awen, o espíritu de la inspiración. Esta pócima la prepararía según las artes de los Fferyllt: debía hervir a lo largo de todo un año más un día, al final del cual se obtendrían tres gotas capaces de darle el Awen a quien la tomara.

Ceridwen puso a dos personas a cuidar el fuego del caldero mientras ella salía a recolectar plantas: un ciego llamado Morda y un niño llamado Gwion Bach. Pasó un año entero y en el último momento de la preparación, unas gotas del caldero salpicaron a Gwion quien, al sentir la quemadura en su mano, llevó ésta a la boca para lamerla, recibiendo al instante los tres dones de Awen: la inspiración poética, la profecía, y la capacidad de cambiar de forma voluntariamente. El resto de la pócima se volvió venenosa e hizo explotar el caldero, rompiéndose éste en dos mitades.

Por el recién adquirido don de la profecía, Gwion supo que Ceridwen intentará matarle por haber probado lo que estaba destinado a su hijo, así que usando su capacidad de cambiar de forma se transformó en liebre y huyó velozmente, pero Ceridwen, al darse cuenta de lo sucedido, le persiguió en forma de galgo. Gwion entonces se convirtió en pez, pero ella se transformó, a su vez, en nutria. Él se hizo pájaro, y ella halcón. Entonces Gwion se convirtió en un grano más de trigo en un granero; ella, sin embargo, convertida ya en gallina negra, lo engulló. 

Este grano de trigo engullido logró preñar el vientre de la hechicera, quien a los nueve meses dio a luz a un bebé de gran belleza. Ceridwen, incapaz de matarle, colocó al recién nacido en una bolsa de cuero que abandonó en el río. El saco con el pequeño fue descubierto el Primero de Mayo por el príncipe Elffin quien, al contemplar al hermoso bebé, exclamó:

- ¡Mirad! ¡Tiene el rostro radiante!

Y es así que el niño recibió el nombre de Taliesin, que en galés significa “rostro radiante”. Taliesin, a pesar de tener tan tierna edad, era capaz de improvisar unos versos perfectos por virtud del Awen, por lo que se le designó poeta privado de Elffin. Más tarde lograró la fama como jefe de los bardos de Gran Bretaña. Al alcanzar el Awen, Gwion, ya convertido en Taliesin, rememoró su verdadera existencia y habló de su estancia en el Castillo de Arianhrod y de las diferentes vidas que ha ido teniendo, en unos poemas recogidos en el Libro de Taliesin.


Fuente: Llyfr Taliesin

miércoles, 23 de noviembre de 2011

En algún lugar



Se derrama la lluvia en la noche sin luna,
ecos de su repicar encienden mi desvelo,
colmado por pesares no hallo ese anhelo,
de aquel que en amar obtiene su fortuna.

Me recito en silencio que abrace el sueño,
las palabras se caen y como agua yo caigo,
pero en mis manos sólo tristes versos traigo,
para loar la soledad de la que soy dueño.

Lágrimas ausentes desertizan mi lamento,
olvidé que la vida se compone del recuerdo.
Abro las ventanas al frío en tácito acuerdo,
y atrona la añoranza azorada por el viento.

Es este instante de inundada melancolía,
cuando agostado tu fugaz sonrisa requiero,
vacía mi mirada de ti viaja nocturna al cielo,
buscando esa estrella tuya que ansío mía.

¿Y no es verdad que existes en algún lugar,
si tus ojos y los míos sumidos en oscuridad
se han encontrado en mitad de la tempestad,
contemplando acordes el firmamento estelar?

Imagen de Amarelle07
O tal vez la noche no sea oscura,
esta lluvia no sea húmeda,
esa estrella no sea mía,
 tú sólo seas un sueño,
y yo amanezco.

lunes, 14 de noviembre de 2011

La Casa de Asterión

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Loas enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos.) Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

No sólo he imaginado eso juegos, también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes, la casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris, he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor, Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?

El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre. 

-¿Lo creerás, Ariadna? -dijo Teseo-. El minotauro apenas se defendió.


Fuente: Jorge Luis Borges - El Aleph


jueves, 10 de noviembre de 2011

La Rosa Verde: Sólo una canción


La Rosa Verde, sólo una canción




Pesaba la vida. Pesaban los sueños. Pesaban los años, apilados, pisándose los unos a los otros, revolcándose en una miseria continuada y provocada por un cúmulo de pesares.


Pesaba todo. Era una carga que no debía de haber sido insufrible, pero lo era.

Una carga que otra gente llevaba sobre sus hombros con estoica paciencia. Pero él nunca había sido lo que se dice estoico. Era un tipo de persona que descubrió la absoluta felicidad haciendo lo que él quería hacer, y lo que le gustaba. Devorando instantes felices a tremendos mordiscos, que rasgaban y masticaban los años, y digerían la alegría en un abrir y cerrar de ojos. Y la alegría, al ser digerida, desaparecía sin dejar rastro alguno.


Había tenido un privilegio tan sumamente grande, y que tan poca gente disfrutaba.

Antes, veía la vida como un pentagrama, con las notas formando los hilos que formaba toda su forma de vivir. Sus esperanzas. Sus sueños.

Ahora, ese pentagrama estaba tan borroso. Como si sobre él se hubiera derramado toda la autocomplaciencia del mundo en forma y sabor de alcohol y tabaco.

Con ese pensamiento, cogió la botella de Whisky.


- ¿Sabes?- carraspeó. – Piensas que todo es fácil. Piensas que estás en la puta cima del mundo, que todo está a tu servicio, a tu disposición.

- Pero… yo no pienso eso.- le respondió. Quién le respondía era como él, pero no era él. Era él, pero no era como él. Era su silueta dibujada años antes, su conciencia no aletargada bajo decivelios de éxito indescriptible.

Era toda la esperanza que se dibujaba en un pentagrama todavía casi vacío, pero dispuesto a ser rellenado de todo tipo de melodías.

- Ja.- respondió él décadas después. – Piensas que no lo piensas, y esa es la mentira más grande que existe. Eso es lo peor. Pensar que no piensas algo, cuando en realidad estás totalmente convencido de ello.

- Yo no voy a ser como tú.

- Pero lo serás. Dices que no. Piensas que no piensas que serás como yo. Pero en el fondo lo sabes. En el fondo sabes que lo que te espera es acabar así.

Él, estaba acostado con sus pesares, en un sofá mugriento, con el suelo recubierto de hojas de papel arrugadas, las más mojadas de alcohol y mugre.

- ¿Qué es eso? ¿Qué son esos trozos de papel?- dijo la silueta joven y todavía ingenua.

- ¿Eso? Whisky.

- Sabes que no me refiero al Whisky. ¿Además de viejo y de fracasado estás sordo?

- Sí, estoy algo sordo, es normal cuando te pasas treinta años con un altavoz martilleándote el cerebro. Y bueno, soy viejo, mucho más viejo que tú. Pero, ¿fracasado? He ganado tanto dinero que me he podido permitir el lujo de fumármelo, de follármelo, de comérmelo, y de cagarlo.


- Eres un puto fracasado, y además lo sabes perfectamente. Eres un fracasado porque eso es lo que has hecho. Te has fumado tu éxito. Te has follado tu éxito. Te has comido tu éxito. Y luego lo has cagado. Yo, no seré como tú.

- Has venido aquí conmigo, y yo he ido allí contigo. Los dos estamos viendo lo que fuimos y lo que seremos. Los dos estamos viendo lo que somos en realidad.

- ¡No!- gritó como respuesta con una fuerza vital que él creía olvidaba. -¡Eso no es así! Yo… yo sé lo que quiero. Y no quiero ser como tú.

El viejo rió.

- ¿De qué coño te ríes?- gritó la juventud encerrada en un sueño que todavía palpitaba.

- Me río de que, desgraciadamente, tengo razón. Hace un momento decías que no ibas a ser como yo. Lo decías convencido, tan seguro que hasta por un segundo me lo llegué a creer. Pero ahora dices que no quieres ser como yo. Porque en el fondo sabes la verdad.

- No me has respondido a lo que te pregunté antes.- dijo quizás cambiando de tema. - ¿Qué es eso?

- ¿Eso?- cada vez más pesado, cada vez más cansado, viejo casi anciano, respondió sin saber realmente a qué se refería.

- No es que estés sordo. Es que también estás ciego. Es que has olvidado.

- He olvidado muchas cosas, casi más de las que logro recordar.

- ¿Qué es eso?

- ¡No es nada, joder!- sabía por fin a qué se refería.


El joven tenía buen aspecto. No era necesariamente guapo, pero sí vivo, alto, con todo el pelo que cabría esperar de una persona de veinte años, con su brillo en los ojos, con las manos fuertes y decididas. Pero ya tenía los dedos cayosos, de rasgar las cuerdas de su bajo con rabia pero también con ternura, como si su vida dependiera de ello. Con esas manos cogió uno de los papeles que yacían muertos y arrugados en el suelo. Lo desenvolvió.


- ¿”La Rosa Verde”?

- Te he dicho que no es nada.

El muchacho tembló, mientras veía lo que estaba escrito.

- Pero esto… pero esto…

- Lo sé. Es una puta mierda. ¿Para qué coño vienes aquí y me restriegas en lo que me he convertido

El joven calló. Ni miró a los ojos a la vieja ruina que dormitaba en el sofá.


- ¿A qué has venido realmente?- se incorporó levemente del sofá mientras hacía esa pregunta.- Vivir en la esperanza es lo mejor que podrías haber hecho, nunca venir aquí. Nunca ver esto. Has venido a torturarme. Pero cometes un error. No se puede torturar a alguien que lo ha perdido todo.


Parecía que no le escuchaba. No dejaba de ver la partitura, la letra escrita. No dejaba de mirar a la rosa verde, de ver cada pétalo enroscado en la melodía que florecía entre cada línea del pentagrama.

- ¡Deja eso dónde estaba!- el viejo le arrebató la hoja de las manos, hizo una bola de papel y la tiró al suelo. – Ahí es dónde pertenece.


Por fin reaccionó. Sus ojos chocaron. Una mirada firme y decidida, con la fuerza de cienmil huracanes. Con años de vida y esperanza en cada parpadeo, con el fuego indómito y perenne que prende la llama de la rebeldía de la juventud. La otra mirada, rabiosa de enfermedad y cansancio, agotada, dejaba un rastro de dejadez y de aburrimiento; solapada por cataratas de decepción, hinchada de humo y palabras gastadas.

- Estás a tiempo. Quizás has hecho bien viniendo aquí.- dijo al fin el cansancio apartando la mirada.


- ¿A qué te refieres?

- No hay vuelta de hoja. Esto es lo que hay. Esto es lo que serás. Esto es lo que soy. He perdido todo lo que he ganado… y mucho más. Antes quería espantarte. Pero sé que tenáis razón. Soy un fracasado. – sonrió con toda la tristeza que le permitía albergar ese concepto.- Fui como eres tú. Lo tuve todo. Y todo lo destruí.


- Pero ahora… ahora lo sé… ahora puedo cambiarlo.

- Que seas tan ingenuo es enternecedor. Pero me jode que llegues también a ser gilipollas. Si estás viendo esto es porque lo sabes. Siempre lo has sabido. Siempre lo he sabido. En el fondo, siempre he sabido que todo terminaría así.

El joven retrocedió, asustado, con la certeza de la verdad susurrándole al oído palabras que había oído un millón de veces.

- Porque tienes el talento. Tienes esa magia chaval. Joder, no todo el mundo la tiene. Todo lo contrario. Nadie. Pero tú sí. Y si estás aquí, es porque sabes dónde te va a llevar ese talento y esa magia. Te va a consumir.


- ¿Y qué quieres que haga? Me estás diciendo que estoy a tiempo. ¿A tiempo de qué si estás tan seguro de que ya está todo perdido?

Hasta su voz sonaba tan fuerte como él no podía recordar. ¿Cómo pudo ese torrente detenerse, filtrarse en mil y un agujeros de desidia?

- Deja el bajo. Quémalo si quieres. Ponte a currar, cuida lo que tienes con esa chica… ¿cómo coño se llamaba?

- No… no has podido olvidarlo.


Se rascó la cabeza, realmente avergonzado. Vagamente, como un suspiro tenue y extremadamente lejano, resonaban en su cabeza los ecos de un amor infantil, tan puro como la luz de la mañana. Casi pudo recordarlo en ese momento, como un sentimiento que creyó eterno, que nunca podría acabar, pasara lo que pasara, pero que acabó, que él, como tantas cosas que merecían la pena, echó a perder irremediablemente.

- No has podido olvidarlo.- repitió.- ¡No has podido olvidarla!- volvió a gritar, enfurecido, golpeando la botella de whisky con el dorso de la mano y derramando todo su contenido a un suelo que ya rebosaba alcohol e inmundicia.


- No… no del todo. Y eso ya es mucho, chaval. Entre la neblina puedo casi recordar lo que llegué a sentir. Lo que tú sientes. Pero ni veo su cara. Su cara ya ni existe.

Fue el joven, cuya ingenuidad se tambaleaba quién se sentó en el sofá. Se agarró la cabeza con las manos, con fuerza, como si pensara que iba a desprenderse de su cuello y quisiera evitarlo por todos los medios.

- Eso es imposible. Nunca la olvidaré. La amo tanto. Ella es mi vida.

- No. No lo es. La música es tu vida, y por la música lo perderás todo. Eres un payaso

Volvió a mirarle con el fuego impreso en las pupilas.

afortunado. Tienes un don.- Pero a ella no la perderé. Viviremos juntos siempre, escribiré canciones para ella, y podré hacerla tan feliz…


El viejo rió, en un fuerte tosido, quizás escupió sangre mientras reía.

- Lo poco que recuerdo…- volvió a toser.- lo poco que recuerdo vale la pena más que un millón de conciertos. Que todas esas mujeres que se metieron en mi vida. Eso que sentí… joder, no lo pierdas.

- ¡Pero tú lo has perdido! ¡Eres tú quién lo has perdido!

- ¡Pensaba que ya lo habías comprendido!- su grito era poco más que un susurro bailoteando entre sus maltrechas cuerdas vocales. – Yo la he perdido, y tú la perderás. Ahora tú y sólo tú, puedes evitarlo. Deja la música, vuelve con ella. Vive una vida de la que puedas sentirte orgulloso. No te conviertas en el polvo que los dos sabemos que te convertirás. En el viejo cansado que estás viendo.


El joven se levantó del sofá. Quedó callado durante un buen rato. Ambos callaron, el viejo estaba cansado de hablar, probablemente era la conversación más larga que tenía en meses. Que ironía que teniendo a tanta gente con la que disculparse, empezara por él mismo. Siempre había sido así. La única persona que le importaba era él. Sólo él y la música le habían importado alguna vez realmente. Era todo egoísmo. Era un egoísta, porque la música le importaba exclusivamente porque le hacía feliz. Porque era lo único que le hacía distinto, que incluso en ese punto de decadencia absoluta, en momentos esporádicos, le arrebataba un relámpago de luz, un subidón tan grande como ninguna droga, como ninguna mujer nunca consiguió darle. Ni siquiera aquella que no podía recordar.


- Manda huevos.- dijo por fin el joven, con un calco de la sonrisa triste que él antes esgrimió.- Manda huevos… tienes razón.

- Claro que tengo razón. Y estás aquí por eso. Ahora, cambia las cosas. Ahora seré feliz.

- No es en eso en lo que tienes razón. Eso no va a pasar. Tienes razón en que somos iguales. Somos iguales porque tú, después de todo lo que ha pasado en tu vida, eres tan ingenuo o más que yo.


Se volvieron a mirar. Ambos comprendieron. Se conocían demasiado bien. El viejo conocía al joven a la perfección. El joven, siempre supo, incluso en el instante más valiente de su vida, en lo que algún día se iba a convertir.

- Porque… no lo voy a hacer. No voy a dejar la música. Nunca la dejaré. Llegará el día, en el que, moribundo, tumbado en un sofá, hasta las cejas de Dios sabe qué mierda… me levantaré, y lo primero que haré será coger el bajo… y tocar.

Lentamente se agachó, y cogió el trozo de papel arrugado, que muchos años después él mismo arrugaría y estrellaría contra el suelo.

- “La Rosa Verde”.- volvió a leer.

- ¿Por qué has vuelto a cogerla?

- Te lo volveré a preguntar. ¿Qué es esto?

- Una basura más en un mundo lleno de basura.- no dudó ni un instante. Fue la respuesta más certera que dio nunca. Estaba seguro de verdad.


- ¿Realmente lo crees?.- volvió a temblar, casi asustado del futuro que le esperaba, un futuro tan ambiguo…- No, no lo crees. Quieres creerlo. Piensas que lo piensas. Y esa es la mentira más grande que existe. Pensar que piensas algo, cuando en realidad estás totalmente convencido de ello.

- ¡Dame eso! ¡Dámelo!- el viejo sacó fuerzas de Dios sabía dónde y arremetió contra el joven para volver a quitarle la hoja de papel. Esta vez, le estaba esperando y le esquivó sin problemas. Cayó al suelo como un fardo lleno de fracaso y decepción.


- No quieres saber lo que es esto, no quieres asumirlo. Porque, después de todo lo que has hecho, de todos tus errores, de todo el daño que has causado a tantísima gente que quisiste, que creíste querer o que quisiste desesperadamente querer; no te puedes permitir el lujo de hacer algo así. De sentirte orgulloso de lo que ha motivado tanta infelicidad.

- Por favor, devuélvemela…

Le ayudó a levantarse. Porque estaba intentándolo por sus propios medios y desfallecía en cada intento, ridículo y agotado.


- Esta canción… esta Rosa Verde, es la mejor canción que nunca has escrito. Algo tan perfecto que a mí, ahora mismo me cuesta comprenderlo. Esto es todo lo que vales. Esto eres tú.

- Rómpelo. Quémalo. Destrúyelo. Pulverízalo.

- ¿Estás loco? Millones de personas sueñan con hacer algo así. Ni tú mismo has conseguido destruírla. Lo más que has conseguido es arrugarla un poco y dejarla caer al suelo.

El viejo se consumía con cada bocanada de aire, con cada palabra que intentaba decir.

- Pero… pero… pero… ¿es que no lo comprendes? Si he escrito esa canción, si la he escrito… es porque soy como soy. Si es tan buena, es porque yo soy justo lo contrario. Cada momento de mi vida, cada fracaso, cada persona que he destruído… me han llevado a esa canción. No la merezco… ¿cómo voy a merecerla?


Su juventud, sus sueños y sus esperanzas, le miraron a los ojos por última vez, esta ocasión con más intensidad, con la verdad impresa en los labios.

- No lo has comprendido. No es así. Buscas cualquier excusa para seguir en ese sofá, morir, y ser olvidado. Porque eres un egoísta. Pero no es así. Esta canción es la esperanza de que hay vida todavía. Pese a todo lo que has hecho, todo tu cansancio, toda tu decepción, todo tu fracaso real… no te ha arrebatado tu magia. Tu vida no te ha llevado a esta canción. Todo lo contrario, pese a que lo ha intentado, no ha conseguido arrebatarte la madurez para escribirla. Si hay algo que puedes ofrecerle al mundo, si hay algo en lo que te puedas sujetar para levantarte y volver a empezar, es en esta rosa. En que todavía, pese a que eres un desgraciado hijo de puta… todavía creas vida. Todavía creas esperanza.


El joven dejó la partitura sobre la mesa. Sacó un cigarro de su bolsillo. Comenzó a fumar, lentamente, bocanadas suaves, como si fuera un regalo del cielo.

- Y yo que pensaba que iba a dejar de fumar… ya veo que es imposible.

Dicho esto, se dio la vuelta, abrió la puerta, y se marchó, quizás para siempre. O quizás no volvería a necesitarle.


El viejo abrió los ojos acurrucado entre el frío, mojado de sudor y whisky, tosiendo mucho más fuerte de lo que podría gritar. Se despertó de su sueño, o su sueño se hizo uno con él, no estaba seguro.

Miró a su alrededor. El cuartucho de motel, con botellas, papelinas, humo y ceniza por doquier, manchas de sangre y pintura de fracaso.

En la mesa, al lado de una raya que nadie se había molestado en esnifar, el folio con la partitura, semiarrugado, pero perfectamente dispuesto.

La Rosa Verde.


Se levantó tambaleante. Se hizo un café. Se sentó delante de la partitura. Encendió un cigarrillo. Miro las ascuas del cigarro detenidamente, pensó que podía quemar esa hoja de papel, y esperar a morir en cualquier momento.

Lo borroso del pentagrama de su mente se disipó mientras lo palpaba con las yemas de sus dedos, cayosos, agarrotados pero todavía hábiles en lo que siempre supo que era lo único que sabía hacer.


Ese pentagrama se tiñó de un color nuevo, un verde jugoso y fresco, un sentimiento que sólo la música podía brindarle, pero magnificado por la esperanza de esa rosa verde. Su vida, adquirió sentido otra vez. Las notas estaban perfectamente dispuestas. La letra era legible y real.

Sacó el bajo del armario. Suavemente posó sus manos sobre él. Una extensión eterna de sí mísmo.

Lo que le consumió. A lo que nunca logró renunciar. Lo que le destruyó.

El primer acordé se deslizó entre sus dedos, ronco pero decidido; fuerte y vivo.

Apretó sus manos, comenzó a cantar con su hilo de voz que respondía a cada nota con la certeza de lo sublime. Y supo, que todo era fácil. Que estaba en la cima del mundo. Que todo estaba y siempre estaría a su disposición.


“Pese a que pese la vida…

y pesen los sueños.

Entre olvido y olvido,

nace el recuerdo;

Que permanece quieto.

Que encontré en el viento.


Una rosa verde,

Brota en el cielo,

De sus espinas sangro

Esperanza y tiempo…

… esperanza y tiempo.”