Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

jueves, 30 de junio de 2011

La Rosa Verde: La esmeralda indómita (parte II)



Gustav Helder había más que oído hablar de Ben Salar, hasta el punto de que ya no le creía más una leyenda que una realidad, como sí sucedía con lo que creían tantos otros. Una leyenda que sin embargo temían. El hombre no tenía nacionalidad ni rostro conocido. Era una sombra desconocida pero reconocible, un nombre que evocaba todo tipo de sensaciones contradictorias. Salvador. Terrorista. Fantasma. Héroe.


Aparecía y desaparecía como una tormenta de verano, imprevisible y sin dejar indiferente a nadie.

Sólo un recuerdo. Un recuerdo que le perseguiría durante las décadas venideras. Helder se había cruzado una vez con él en el pasado, buscando algo que ambos querían.


Los hombres de Salar le redujeron cuando ya escapaba con su preciado trofeo: un huevo de marfil, imitación de huevo de avestruz tallado en ese material de enorme valor. Helder había estado siguiendo la pista del huevo durante meses en un minucioso trabajo, en una cuidado y medido cúmulo de actos que se vio truncado de golpe cuando los sicarios del héroe fantasma se cruzaron en su camino. Él hizo todo el trabajo y ellos se aprovecharon de sus pesquisas y de su esfiuerzo. Perdió la consciencia por el golpe de la culata del rifle de uno de ellos cuando casi había conseguido su objetivo.


Abrió los ojos aletargado. Apenas veía nada, todo era borroso, en parte a causa de las consecuencias del golpe, en parte por la parcial oscuridad real… en parte por algo más que no lograba discernir.


- ¿Gustav Helder?- dijo una voz al otro lado de la habitación. Era una voz poderosa, imbuída en la seguridad absoluta.- He oído hablar de usted. Mi nombre es Ben Salar.

Las palabras rebotaron en Helder. ¿Existía de verdad ese personaje? ¿Era cierta la leyenda?


- Y yo de usted… para ser un fantasma parece terroríficamente real. Espero que capte la ironía. Tiene veinticinco segundos para soltarme, o se arrepentirá cuando no pueda volver a ingerir alimentos sólidos en toda su vida.

- Veo que todo lo que había oído de usted era cierto, Helder. Es todo un valiente.

- Y yo veo, mi buen señor Salar que todo lo que había oído de usted es rotundamente falso, porque estoy ante el más cobarde de los rufianes.


La silueta apenas apreciable que permanecía impasible sentada en frente de él parecía no inmutarse ante sus bravuconadas.

- Porque si no fuera un cobarde, me desataría ahora mismo, y arreglaríamos esto entre hombre y espectro. Llevo toda mi vida deseando experimentar lo que debe ser la curiosa sensación de romper una nariz ectoplásmica.

- Nunca se calla. Piensa que su cháchara intimida a sus adversarios, que así los domina, que así su seguridad les amilana. Pero se equivoca, por lo menos esta vez. Porque yo no soy como nadie ni nada a lo que se haya enfrentado hasta ahora.


Gustav Helder era un hombre que había aprendido a no temer a nada. Y más en ese momento de su vida. Había salido victorioso de tantas situaciones complicadas, en principio por suerte, luego por experiencia y habilidad, que había aprendido a ver el fracaso y la muerte como algo lejano, casi imposible. Pero este hombre le inquietaba. Parecía incluso más seguro de lo que él había sido jamás. Como si tuviera cada movimiento controlado, preparado en su mente, todo dispuesto como en una partida de un juego cuyas reglas tan sólo conocía él.


No debía flaquear, debía mostrarse decidido e implacable. Pero titubeó.

- ¿Dónde estoy?- preguntó, echando por tierra toda su fachada.

- Está a salvo, Helder. No voy a hacerle daño. Si hubiera querido hacerle daño, no estaríamos teniendo esta conversación.


Se enfureción, hirvió de rabia al darse cuenta de que su fantasmagórico anfitrión había percibido ese

miedo incipiente.

- Bien, aquí me tiene. A su entera disposición. Indefenso como un corderito. Si no va a hacerme daño, ¿qué es lo que quiere de mí?

- Sólo su atención durante unos minutos. No muchos hombres obtienen el privilegio de una sincera explicación por mi parte, porque generalmente no lo merecen. Usted sí la merece, siéntase orgulloso.

- Se puede imaginar por que innombrable parte me paso sus privilegios y sus explicaciones.- se negaba a rendirse del todo, juntó toda su voluntad para permanecer frío y mantener su pose indiferente.

- Durante los años que llevo en la profesión, he seguido unas normas de manera invariable. Son esas normas lo que me han hecho ganarme un nombre y permanecer en la élite. Usted hizo todo lo posible por conseguir el huevo de marfil. Hizo todo el trabajo y yo se lo arrebaté de manera vil. No estoy orgulloso. Le pido disculpas.


- Ja. Se está burlando de mí. Lo que me faltaba. Seré curioso, ¿a dónde quiere llegar a parar?

- He seguido su carrera. Entre tantos expoliadores, snobs, adinerados, ricachones indignos, usted hace las cosas como deben hacerse. Ambos somos de la vieja escuela. En condiciones normales, no le habría arrebatado el huevo de la forma que lo hice. Me he visto obligado. Ese huevo no le pertenecía a usted, ni a mí, y fue su legítimo dueño el que me contrató para devolvérselo. Siento haberme aprovechado de su trabajo, pero no puedo estar haciendo mil cosas a la vez. Dejo que la gente lo crea, eso mantiene mi reputación. Pero a veces he de recurrir a pequeñas tretas como ésta. Dejar que otro haga el esfuerzo, y aprovecharme de ello. No estoy orgulloso, pero a veces, muy pocas veces, el fin justifica los medios.


- ¿Y bien? Además de dejar patente lo deleznable de sus métodos y lo escurridizo de su reputación, sigo sin comprender qué quiere decirme con todo esto.

- Quiero decirle, mi buen Gustav Helder, que no olvido la afrenta que le he hecho. No me olvido de usted. Igual que ahora le estoy perjudicando, en el futuro le ayudaré.

- Es la patraña más demencial que he oído nunca. Es usted un payaso. Pretende fingir que es honorable, pero no es más que un ladrón y un cobarde.

- Y pese a esas lindezas que me está dedicando, no cambiaré de opinión. No me olvide Helder. Porque yo no le olvidaré. Ni olvidaré que le debo una bien gorda. Cuándo más me necesite, cuando no tenga nada más en la vida a lo que aferrarse, volverá a saber de mí. De momento… hasta entonces.


Gustav Helder empezó a sentirse somnoliento. No comprendía porqué, pero le era imposible mantener los ojos abiertos. Hizo acopio de todas sus fuerzas de su inquebrantable voluntad, pero no lo conseguía. El sueño le dominaba como un niño jugando con arcilla, de manera sencilla e inevitable.

- Duerma, mi buen amigo. Nos volveremos a encontrar. Tarde o pronto, nos volveremos a encontrar.


Cuando Helder despertó, se encontraba en la habitación de un hotel, con todo su equipo intacto. Intentó buscar la pisa de Ben Salar durante meses, y le fue imposible. Resignado volvió a Londres y olvidó el huevo de marfil que tanto trabajo le había costado y le habían arrebatado en un abrir y cerrar de ojos; para centrarse en lo que siempre fue su verdadero sueño, la esquiva rosa verde.


Lo que nunca olvidó fue la promesa de su enigmático captor. Pese a lo que le dijo, captó verdad en sus palabras, arrepentimiento y una determinación de redención más allá de toda duda. Pero la ayuda jurada no llegó durante más de veinte años… no había llegado cuando Yashid cruzó su valioso jardín y le dijo que había vuelto a oír hablar de la Rosa Verde, y que era nada más y nada menos Ben Salar quién la había encontrado tras tantísimas infructuosas búsquedas de tantísima gente.


Durante sus años de retiro Helder siguió oyendo noticias acerca de Salar aunque su imagen y su leyenda se había difuminado durante los últimos años.

Incluso llegó a escuchar vagos rumores acerca de una muerte no demostrada y que personalmente no llegó a creer en ningún momento. De alguna manera la sombra de Ben Salar permanecía al acecho, con su promesa intacta pese a no haberse visto cumplida a lo largo de los años.


Ahora, Egipto se mostraba ante él, decrépito, más gastado cada día, mucho más marchito y vacío de vida de lo que lo notó durante su última visita. El Cairo era cada vez más gigantesco, lo notaba cuando volvía de año en año, pero ahora que llevaba tanto tiempo sin regresar, fue algo mucho más impactante. Cada vez que volvió siempre le invadió la sensación de pérdida de identidad y de desgaste de la ciudad y del país. También habiendo estado tanto tiempo ausente, la sensación fue mucho más profunda esta vez. En parte porque él también estaba tan gastado y carente de identidad como el casi irreconocible paisaje que se hallaba en frente de él.

- Tu hogar cada día es un lugar más triste.- le dijo a Yashid.

- Lo sé. Si Europa no existiera, si nos hubierais dejado tranquilos…

- No me vengas con demagogias, amigo. A mí no. Gente como tú que saca partido de los expoliadores y colonizadores europeos no tiene derecho a quejarse y lo sabes bien.

- Tenemos que sobrevivir, Gustav. No nos culpes por adaptarnos.

- Las ratas y las cucarachas también se adaptan y no por ello dejan de parecerme asquerosas.

- ¿Quién está haciendo demagogia ahora?- Yashid era mucho más inteligente de lo que parecía a primera vista. Efectivamente se había adaptado y adherido a la cultura europea como una lapa, como un parásito que succionaba todo lo útil sin importarle el cómo y el porqué. Había hecho todo tipo de trapicheos para sobrevivir. Gustav Helder ni siquiera estaba seguro de los años que tenía, cuando le conoció apenas era un crío pero físicamente no era muy diferente a cómo era en ese momento. Pequeño, encorvado, con poco pelo y menos dientes, mirada inquieta, media sonrisa instalada de manera perpetua en su rostro. Tenía un tic que ponía nervioso a casi todo el mundo que permanecía cerca de él más de cinco minutos, frotarse ambas manos de manera incesante y crujirse los dedos. Le había visto hacerlo incluso durmiendo.


Le encantaba discutir con él, años atrás ambos se habían embarcado en discusiones eternas, sin final ni necesidad alguna de tenerlo, pero ahora estaba tan cansado que las fuerzas hasta le fallaban para seguirle el juego. Yashid lo notó. Era imposible no notarlo, jadeaba tanto que parecía querer todo el ardiente aire de El Cairo para sí mismo.

- Ha sido un viaje duro, Gustav. Pero ya estamos aquí. Lo hemos conseguido.


Gustav Helder quiso mirarle y que su mirada le dijera sin ningún género de dudas que no sólo no estaba cansado, sino que estaba dispuesto para cualquier aventura posible que Dios tuviera a bien disponer. Pero ni de eso fue capaz. Sus ojos, dos sacos llenos de piedras, queriendo hundirlos en el abismo por el tremendo peso que sostenían, sólo albergaban el más profundo de los letargos, ni rastro de la chispa de la aventura que le fue tan familiar en los tiempos que Egipto no tenía secretos para él.


- Estoy en perfectas condiciones, Yashid, no me seas condescendiente.- viendo que la fuerza de su mirada no era suficiente para convencerle volvió a intentarlo con su elocuencia pese a que apenas era capaz de juntar suficientes palabras para que se transformasen en una frase coherente.

Yashid no quiso discutir, en parte porque sabía que en este caso su compañero no sería capaz de seguir la discusión, porque ni tenía razón ni fuerzas suficientes.


- Vayamos a la taberna de Nagla. Ahí podremos descansar y decidir cuál será nuestro siguiente paso.

- ¿La taberna de Nagla? Querrás decir la taberna del viejo Khaled.- acertó a responder a pesar del cansancio.

- Gustav, me preocupas. Te lo recordé durante el viaje, pero ya te lo había dicho hacía tiempo. Khaled murió hace cinco años. Ahora el negocio es de su hija.

- Pero sólo es una niña... casi una niña- los recuerdos asaltaron la mente de Helder. Recordó la chiquilla de dieciocho años, pizpireta, grácil, una fuente de frescura...


martes, 28 de junio de 2011

La Rosa Verde: La esmeralda indómita (parte I)

La Rosa Verde: La esmeralda indómita (parte I)


Años atrás, Gustav Helder incluso llegó a acostumbrarse muy bien al calor, y en consecuencia, al pegajoso sudor indómito. Líquido contradictorio en su condición que no mitigaba la temperatura, sino que la hacía mucho más molesta.


Llego un momento en el que aquellos inconvenientes casi ya no le molestaban pese a todo, era costumbre, rutina que en paradoja presagiaba cambio y aventura. Era su vida, las cosas eran así, siempre serían así... o eso le habría gustado pensar. Pero no era cierto. Quizás sí hacía quince años. No ahora. Ahora, en este preciso instante, estaba totalmente destrozado, el calor pesaba toneladas de cristal ardiendo, los mosquitos eran terribles bestias chupasangre cuando antaño no habían resultado más que una simpática y temporal molestia.


El viaje había sido especialmente largo. Primero en barco hasta Normandía, atravesando todo el territorio francés para llegar desde la costa sur gala hasta el norte de Egipto en un nuevo barco. Hacía doce años que no visitaba la tierra del Nilo, antigua tierra de maravillas y faraones, hoy en día desvencijado protectorado inglés, carente de identidad. Sólo vestigios de un poder y una religión, cansados y marchitos, pero repletos todavía de tanto que entregar a quién supiera como buscarlos.


Él lo sabía, no en vano no era la primera vez ni la segunda, ni tan siquiera una tercera o una cuarta que acometía un intento de gloria en estas tierras, prácicamente había perdido la cuenta. Se podía decir que fue casi un pionero antes que se convirtiera en una moda snob. Ser explorador e investigar los tesoros perdidos de civilizaciones antiguas era algo que poco a poco se estaba imponiendo entre gran parte de la clase burguesa adinerada europea, aburrida en la progresiva e irrefrenable inmersión en un consumismo imperialista que como decía Mark Twain, iba a destruír la megalómana nueva súper civilización occidental.


Él no habría querido considerarse parte de esa clase. No señor. Ni en broma. Para empezar, Helder no era de clase alta. Pero hoy por hoy gozaba de cierta fortuna, casi siempre

momentánea por su amor por el juego y los desmanes, pero fuera como fuera, esa fortuna era mérito exclusivo suyo, nadie se la había regalado ni mucho menos.


Nunca había tenido familia, nadie había luchado por él. Todo lo que fuera luchar lo había aprendido por sí sólo, en ardua y complicada batalla. Por supervivencia en primera instancia, por fortuna más adelante. Casi siempre por diversión.


Pero ya había cumplido los cincuenta. Sobraba decir que no era lo mismo. Con veinte años menos, ni Egipto, ni la India, ni el más remoto y recóndito lugar del planeta se le habría resistido.


La tentación para despertarle de su letargo, para levantarle de su retiro debía ser extremadamente jugosa y apetecible. Húmeda, como una flor de indescriptible condición.


- La rosa verde.- Yashid se trababa con las eses, pero hablaba un inglés prácticamente perfecto, perfeccionado por los años que pasó junto a Helder de aventura en aventura. Yashid había sido lo más parecido a un amigo que encontró durante su turbulenta vida. La única persona que realmente le comprendió cada momento. La única que se siguió preocupando por él, la única cuya visita le emocionaba ligeramente, aunque fuera por el aroma a nostalgia que llevaba impregnado voluntaria e involuntariamente. Ambos estaban en el jardín de la pequeña mansión que Helder regentaba en Londres.- Lo han dicho así, tal cual, Gustav. Una rosa verde. La rosa verde.


Sólo había una cosa que Helder había llegado a amar como antaño amaba sus viajes, como esa inquietante e incierta emoción que se le clavaba en la sien, siseante, caótica, que provoca la inmediación de la aventura. En contraposición, su otro tesoro, era la calma de su jardín. Había invertido mucho tiempo y dinero en confeccionar el jardín más bello de Londres. Pensaba que el más bello de Europa, pero no tenía pruebas de tal cosa. Imaginarlo bastaba. Por lo menos él no había visto uno que lo igualara en simetría y belleza.


- La Rosa Verde no existe, mi querido Yashid. La buscamos durante años. Es una leyenda. Una leyenda bella, cierto es.

- El tesoro más grande, Gustav. Eso es lo que es. No me puedo creer que lo desprecies. No después de lo cerca que estuvimos. De las vecces que lo intentamos. Después de haber perdido toda esperanza, estamos ante una oportunidad única… recuperarla. Es un sinsentido que no me quieras escuchar.


Llenó su copa de cognac Hennesy, otro de sus tesoros. No le ofreció a Yashid. Él no comprendería las sutilezas del sabor, áspero e inconfundible que albergaba en su interior.

Calló un momento. Pensó en la posibilidad de que fuera verdad. Remota, cierto. ¿Posible? Había algo que la vida le había enseñado: todo era posible.

Pero una corazonada, un rumor más o menos consistente, hacía años habría sido suficiente para convencerle. No estaba seguro de si lo era ahora. Apeló a ese argumento.


- Vamos, Yashid. Mírame. No soy un chiquillo. Viajar a Egipto... quizás todavía soporte el calor. Quizás a duras penas soporte el viaje. Puede que durante los primeros días la incertidumbre, y la inquietud me rejuvenezcan. Pero… la edad me ha otorgado cierto juicio. Pasará el tiempo, no sabremos nada, cada vez estaré más cansado. No soy un hombre que se pueda decir que esté en forma, querido amigo. La buena vida me ha desgastado, postrado a descansar. Un retiro dorado que se dice.


El pequeño egipcio rió en un carraspeo quejoso.

- Oh, vamos Gustav, no me vengas con esas. Día tras día te lamentas de estar encerrado aquí. De haber perdido la ilusión de vivir. Sólo tienes este jardín. ¿No te gustaría tener una rosa verde que contemplar?

- Tú y yo sabemos, que de existir, esa rosa no sería precisamente una planta.


La mirada de complicidad entre ambos denotó el conocimiento de la leyenda, la leyenda de una esmeralda tallada en forma de flor, más grande que cualquier rosa real; tan perfecta en cada una de sus capas que su homónima roja y viva palidecía de muerte.Tan valiosa que el dinero no existiría para su valor. Que el oro perdería su sentido y brillo. Tan bella y perfecta, que el hombre por fin comprendería el significado de la belleza.


Simbolizaba lo inalcanzable, una estrella en un horizonte imposible, refulgente joya que podía absorber toda la luz y la locura de lo incomprensible.

La historia hablaba de una piedra milenaria procedente de Rhodesia del Norte, él único verdadero yacimiento de esmeraldas de África, prácticamente todas las piedras preciosas de esta condición que el ser humano civilizado conoció hasta el descubrimiento de América, venían de Rhodesia. Pero su talla como es obvio, siempre fue rudimentaria. ¿Cómo entonces se había logrado esculpir una rosa de ese material, tan magníficamente perfecta?


Una princesa del pueblo de los Tonga, antiguos habitantes de ese territorio antes de la llegada de los mil veces malditos y expoliadores europeos, la había recibido como dote en una ceremonia nupcial cantada y recordada. Un artefacto único, irrepetible. A causa quizás, de una conjunción de casualidad y suerte. Fruto perfecto con forma de la más armoniosa de las creaciones humanas. El doctor y explorador David Livingstone ya hablaba de esa rosa cincuenta años atrás, y fueron los ingleses los que la robaron de la tribu durante su invasión colonial.


Pero la rosa nunca salió de África. El oficial al mando que la tomó como grandilocuente tesoro de guerra murió de disentería. Los siete siguientes propietarios que intentaron sacarla del continente sufrieron terribles accidentes, pesares que les alejaron de la rosa, o incluso de la vida.


La leyenda de la flor de esmeralda inalcanzable se extendió entre los exploradores. Un símbolo de lo indómito de África, de algo que Europa y el nuevo mundo occidental, no podría hacer a su imagen y semejanza.


Tantos quisieron buscarla, tantos lo intentaron…

Gustav Helder conocía la historia desde hacía más de veinte años. La había buscado con tal vehemencia incansable, que resultaba inconcebible que hubiera terminado cansándose. No fue su voluntad, si no su cuerpo. Fue su cuerpo lo que derrotó a su ilusión. Nunca vería esa flor. Llevaba mucho tiempo estando seguro de ello.


La vida en el Londres de principio de siglo le había deteriorado. Había invertido sus tesoros en riqueza material que le proporcionó todo el placer que no había degustado en su juventud, en una venganza que realmente le estaba consumiendo y convirtiendo en lo que siempre había afirmado odiar. El juego, las mujeres, el alcohol… era apenas una sombra de lo que había sido. Gordo y pesado, cansado antes de empezar el día, agotado cuando hacía ademán de terminar.


- Maldito rufián.- bebió su copón de un trago, casi sin saborear el amargo néctar que le robaba años a cada sorbo.- Está bien, por lo menos te has ganado el derecho de intentar convencerme. He de reconocerlo, volver a pensar en esa flor tantos años después, resulta… gratificante.

- ¿A quién quieres engañar, viejo gordo? Dudo que hayas dejado de pensar en ella un instante siquiera.


Helder suspiró ¿Cómo podía conocerle el pequeño egipcio tan bien? Porque aunque había intentado por todos los medios quitarse la esmeralda de la cabeza, no lo había conseguido de ninguna manera. Muchas veces, tendido en su cama, solo, triste, cansado, pensaba que todos sus bienes, toda su opulencia, todo aquello que había adquirido en su vida acomodada en Londres, era una burda y cobarde sustitución de la Rosa Verde. Es más, si se había esmerado tantísimo en la confección de un jardín tan perfecto era porque había llegado a la conclusión de que nunca tendría a su alcance la más bella de los flores.


- Yashid, eres una persona malvada. Después de tanto tiempo siendo amigos… Ahora, vienes aquí y le pones la miel en los labios a un pobre anciano enfermo.

- Siempre se te dio bien exagerar, Gustav. ¿Anciano? No. ¿Enfermo? La única enfermedad que sufres es la tristeza que sientes aquí, todo lo que te está separando de tu verdadera vida. Que te degrada a ser una burla de lo que fuiste. Una nueva partida en nuestro viejo tablero de ajedrez, eso es lo que necesitas. Y sabes bien cuál es nuestro tablero.

Cada vez que emprendía una nueva aventura, que escoltaba a unos viajeros por Nairobi, que asaltaba las catacumbas de Nueva Dehli, que comenzaba un nuevo viaje por las estepas siberianas, Gustav Helder, fuera cual fuera la penalidad o fatalidad que pasaran, esgrimía incansable siempre el mismo discurso. “Véanlo, señores como un tablero de ajedrez. Sólo quedamos nosotros en un tablero abarrotado de piezas enemigas. Lo cuál sería una perspectiva poco alagüeña sino fuera porque nosotros, señores, somos todos reinas. Movemos en todas direcciones, y esos tristes peones no nos van a asustar.”

Su pomposo discurso había alentado a muchos incautos que le habían seguido ciegamente, lloviera, nevara, tronase, cayeran flechas o el nuevo diluvio universal.


- Yo… yo ya no soy una reina. Ni siquiera soy un peón. Porque un peón también puede ser una reina… y yo… yo ya no soy capaz…

- Eso está por ver, viejo amigo.


Ambos callaron. Gustav Helder supo en ese instante que era entonces o nunca. Todavía podía decir que no, que no siguiera hablando. Porque si seguía escuchándole, si seguía oyendo hablar de esa rosa, vería sus petalos brillantes y translúcidos parpadeando brillos verdosos, en el altar de lo imposible, rebotando entre sueño y sueño para siempre en su consciencia. Podía frenarlo, aún estaba a tiempo. Todavía podía seguir inmerso en la vida que le estaba destrozando, caer preso del juego al que nunca pensó que quería jugar. Tomar la salida cómoda, ir muriendo poco a poco, seguir engordando, postrarse de manera definitiva e inevitable a la derrota que sabía segura y también estable.

Se miró las manos, cayosas e hinchadas, torpes cuando habían sido gráciles, herramientas dotadas de una habilidad ahora marchita, como marchitos estaban ahora sus sueños.


- Estoy seguro de que esta pregunta que te voy a hacer será de lo que más me arrepienta en toda mi vida, y hoy por hoy, me arrepiento de muchas cosas, por lo que ese privilegio será verdaderamente especial. Pero… dime, Yashid. ¿Qué has averiguado sobre la Rosa Verde que requiera mi atención?

El egipcio mostró los huecos entre sus dientes con su burla de sonrisa mientras decía:

- Ben Salar la ha encontrado. La tiene, y quiere hablar contigo. No me fío del todo de él pero lo que sí sé es que… volvemos a casa.

jueves, 23 de junio de 2011

Alba Heruin

Largo tiempo llevaba esperando para perpetrar su venganza contra aquellos que habían provocado su destierro de la civilización humana, convirtiéndolo en un excéntrico anacoreta que debía vivir apartado de todo y de todos, por sus ancestrales tradiciones que, otrora, habían sido medicina, fe y cultura para las gentes que aún creían en el conocimiento de los celtas. Pero ese tiempo de feérica esperanza se había esfumado como las nieblas que se extienden como una incontenible bruma por el litoral marino tras los tempestuosos amaneceres.

Había sido un druida durante toda su vida, como lo había sido su padre, y a su vez su abuelo, y el resto de su linaje desde tiempos pretéritos, erigiéndose como figuras predominantes de su sociedad, custodios de la sabiduría y veladores de la magia, que existía pero no debía ser revelada, por los peligros que entraña su uso por la perfidia humana. Otorgaban consuelo para los atormentados, alivio para los enfermos y saber para los profanos, pues no existe fuerza mayor que una mente despierta que tiene inquietudes por saciar.

Pero el caprichoso devenir le había alcanzado, y los que antaño creían en su palabra, ahora lo consideraban un anciano demente, reliquia de un mundo olvidado. Las criaturas de leyenda que recorrían el mundo habían sido sustituídas por un Cristo Blanco, al que se devoraba en cuerpo y sangre, en un ritual que no alcanzaba a comprender y que se había entremezclado en sincrética blasfemia con los ritos celtas. Las prácticas de sanación no eran más que mera superchería, una pantomima que en nada podía competir con el moderno saber al que todos llaman Ciencia. Y las antiguas fábulas y poemas que habían moldeado la Historia de los pueblos, no eran aceptadas por los nuevos estudiosos, que sólo pueden creer en lo que leen y en lo que ven.

Razones suficientes para que en este Solsticio de Verano, en esta Alba Heruin, con el beneplácito de la Diosa y el Pueblo de Danu que también habían sido olvidados, se convenciera para recurrir a sus primigenias artes y castigar al ser humano, quien se había sumido en un eterno sopor sin sueños, engañado por su propia apatía. De esta manera, en su obligado retiro a las abruptas ensenadas que dormían sobre las aguas, comenzó a reunir los materiales necesarios para la merecida represalia: cinco velas de negra obsidiana, pues oscura sería su magia; un texto sagrado cristiano, un tomo de medicina y un ejemplar enciclopédico para representar esa pretendida nueva sabiduría; y un fragmento de pergamino curtido, en el que escribiría su sentencia.

La noche se abatió sobre las escarpadas costas, filtrándose hasta los recovecos de su cueva, efímera en su ciclo, por lo que debía actuar con presteza si quería culminar con su propósito antes de que amaneciera. Deseaba sumir al ser humano en la oscuridad y el olvido, lugar donde ya se encontraba aunque no lo supiera, por haber rechazado las ancestrales tradiciones. Dispuso un círculo de piedras rúnicas, conformando una espiral trazada con pigmentos vegetales, en cuyo centro había amontonado leña suficiente para que la pira de fuego ascendiera hasta ser vista por los habitantes de los pueblos más cercanos. En los vértices colocó las velas de obsidiana, que prendió con solemne habilidad, guardándose una, que sería la que emplearía para prender la madera.

En su fulgurante cénit de plata, Cerridwen y Arianrhod, la luna y las estrellas, se habían manifestado como testigos de su ritual en los cielos, de las que esperaba obtener el favor para que la venganza se consumara, mientras arrojaba el velamen sobre la madera seca, encendiéndose ésta con espantosa virulencia. Era una buena señal, pues ello sólo podía significar que las criaturas que habitaban más allá del velo de los sentidos, hadas, duendes, ninfas, elfos y otros seres feéricos, contribuían para que el fuego se avivara más deprisa. Por ello, tras entonar las propicias palabras consagradas a Dagda, supremo dios de su maltrecha fe, arrojó a las llamas los escritos sagrados, científicos e históricos que había traído consigo. El fuego clamó en el silencio de la noche, ocasionando un aterrador estallido que elevó las llamas, tiñendo de carmesí a la luna y las estrellas. Sólo quedaba redactar sentencia en el pergamino, por lo que no quiso demorarse más.

Pero el fuego era incontrolable y sus llamas crepitaban en una salvaje danza que no cesaba de crecer, hasta que una de sus lenguas se precipitó hacia los andrajosos hábitos del viejo druida, que ajeno a ello, seguía escribiendo sus funestas palabras. No tuvo que esperar mucho para sentir un insoportable ardor que ascendía desde sus piernas hasta su torso, envolviéndolo en un abrasador crespón que terminó por reducirlo a cenizas entre punzantes alaridos de dolor, pero también de desesperada comprensión. Porque en esos angustiosos instantes en los que su cuerpo se fundía con el fuego, su mente supo la verdad: todo cambia, pero nada se pierde.

Y así fue como el anciano druida se sumió en la oscuridad y el olvido...

martes, 21 de junio de 2011

Luz de luna parisina

Siento que te conozco.
No sé cómo.
No sé por qué.
Veo que tú sientes por mí.
Tú lloraste conmigo
.
Tú podrías morir por mí
.
Sé que te necesito
...
Quiero que
seas libre
de todo el dolor

que tienes adentro
.
No puedes ocultarlo
...
Sé que has intentado

ser alguien que no podía ser.
Trataste de ver en mí

y ahora te estoy abandonando
.
No quiero irme
lejos de ti.
Por favor, intenta comprender
...
Toma mi mano

sé libre de todo dolor
que mantienes en tu interior.
No puedes ocultarlo
.
Sé que has intentado

sentir.
..

Sentir...

Fuente: Anathema - Parisienne Moonlight
Ilustración: Victoria Francés

domingo, 19 de junio de 2011

Amor y Locura

Cuentan que una vez se reunieron en un mágico lugar de la Tierra todos los sentimientos y cualidades de los hombres.

Cuando el Aburrimiento había bostezado por tercera vez, la Locura, como siempre tan loca, les propuso: 'Vamos a jugar al escondite'. La Intriga levantó la ceja intrigada y la Curiosidad, sin poder contenerse, preguntó: '¿al escondite?, ¿y cómo es eso?'

'Es un juego', explicó la Locura, 'en el que yo me tapo la cara y comienzo a contar desde uno hasta un millón mientras os escondéis, y cuando yo haya terminado de contar, al primero que encuentre ocupará mi lugar para continuar el juego'.

El Entusiasmo bailó secundado por la Euforia. La Alegría dio tantos saltos que terminó por convencer a la Duda, e inclusive a la Apatía, a la que nunca le interesaba nada.

Pero no todos quisieron participar. La Verdad prefirió no esconderse. Para qué, si al final siempre todos piensan que la encuentran, y la Soberbia opinó que era un juego muy tonto (en el fondo lo que le molestaba era que la idea no hubiese sido de ella). La Cobardía prefirió no arriesgarse.

'Uno, dos, tres....' comenzó a contar la Locura.

La primera en esconderse fue la Pereza, que como siempre se dejó caer tras la primera piedra del camino. La Fe subió al cielo y la Envidia se escondió tras la sombra del Triunfo, que con su propio esfuerzo había logrado subir a la copa del árbol más alto. La Generosidad casi no alcanzaba a esconderse, pues cada sitio que hallaba le parecía maravilloso para alguno de sus amigos: que si un lago cristalino ideal para la Belleza, que si la hendija de un árbol perfecto para la Timidez, que si el vuelo de la mariposa lo mejor para la Volatilidad, que si una ráfaga de viento para la Libertad. Finalmente terminó por ocultarse en un rayito de sol.

El Egoísmo, en cambio, encontró un sitio muy bueno desde el principio, ventilado, cómodo...pero sólo para él. La Mentira se escondió en el fondo de los océanos (mentira, en realidad se escondió detrás del arcoiris), y la Pasión y el Deseo en el centro de los volcanes. El Olvido... se me olvidó dónde se escondió... pero eso no es lo importante.

Cuando la Locura contaba novecientos noventa y nueve mil novecientos noventa y nueve, el Amor aún no había encontrado sitio para esconderse, pues todo se encontraba ocupado...hasta que divisó un rosal y enternecido decidió esconderse entre sus flores. 'Un millón', contó la Locura y comenzó a buscar.

La primera en aparecer fue la Pereza, sólo a tres pasos de una piedra. Después escuchó a la Fe discutiendo con Dios en el cielo sobre Zoología, y a la Pasión y el Deseo los sintió en el vibrar de los volcanes. En un descuido encontró a la Envidia y, claro, pudo deducir dónde estaba el Triunfo. El Egoísmo no tuvo ni que buscarlo, él solito salió disparado de su escondite, que había resultado ser un nido de avispas.

De tanto caminar sintió sed y al acercarse al lago descubrió a la Belleza, y con la Duda resultó más fácil todavía, pues la encontró sentada sobre una cerca sin decidir en qué lado esconderse. Así fue encontrando a todos: el Talento entre la hierba fresca, a la Angustia en una oscura cueva, a la Mentira detrás del arcoiris (mentira, si ella estaba en el fondo del océano) y hasta el Olvido... que ya se le había olvidado que estaba jugando a las escondidas.

Pero sólo el Amor no aparecía por ningún sitio. La Locura buscó detrás de cada árbol, bajo cada riachuelo del planeta, en la cima de las montañas, y cuando estaba por darse por vencida divisó un rosal y las rosas...

Tomó una horquilla y comenzó a mover las ramas, cuando de pronto se escuchó un doloroso grito. Las espinas habían herido en los ojos al Amor.

La Locura no sabía qué hacer para disculparse, lloró, rogó, imploró, pidió perdón, hasta que prometió ser su lazarillo. Desde entonces, desde que por primera vez se jugó al escondite en la Tierra...


... el Amor es ciego y la Locura siempre le acompaña.

Fuente: Mario Benedetti

viernes, 17 de junio de 2011

El recuerdo de una sonrisa

La noche se expandía como un lóbrego manto, cuando arrebujado en su propia soledad, un cuervo alzó el vuelo entretanto, fundiéndose en la perpetua oscuridad. Recorría los cielos cuando estaban apagados, ni siquiera las estrellas debían resplandecer, pues por todos son sus hábitos afamados, cualquier brillante le haría enloquecer. Nada escapaba a sus diminutos ojos azabache, ni la más insignificante de las alimañas, a las que daba caza con saña, antes de que le sobreviniera el amanecer. Pues era una criatura nocturna en su quehacer, se había desterrado por propia voluntad de la luz del día, en una desamparada existencia, en la que no gozaba de compañía. Pero todo cuanto quería lo tenía, ya que sus ambiciones eran sencillas y sus deseos se satifascían con facilidad. Un diminuto insecto que ingenuo reptaba por una rama, el resto de carroña de un sentenciado animal o granos de maíz dispersos sobre el suelo de un corral. Pero sólo era un ave solitaria, ¿acaso más podría desear?

Largo tiempo había transcurrido sin atisbo de que su rutina fuera a variar, batiendo sus negras alas hacia cualquier destino, escasos eran los lugares que no podía alcanzar. Esa sensación de plenitud y libertad, que sólo le ofrecía la tiniebla de la nocturnidad, era la materia de la que nutría sus sueños. A pesar de que se tratara de un simple cuervo, se sentía amo de los cielos y ascendía entre los vaporosos cúmulos hasta que llegaba al afilado pináculo de una imponente catedral desde donde escudriñaba cualquier recodo de todo cuanto le rodeaba. Contemplaba como un silencioso vigía las apuntadas copas de los árboles y los angulosos rincones de las techumbres, en un laberíntico entramado de edificios que algunos se atrevían a llamar ciudad. Y era, en el interior de los edificios, donde su vigilancia se tornaba curiosidad. A través de las ventanas observaba encandilado una miríada de maravillas que apenas podía explicar. Grandes armazones de madera crujiente se abrían sin cesar, luces intermitentes que se prendían con fulgor estelar y el trasiego de las gentes que tenía una extraña forma de graznar. Pero sólo era un ave solitaria, ¿acaso esto le podría interesar?

Pero era cuestión de tiempo que el pequeño y solitario cuervo encontrara una ilusión por la que vivir, después de haber pasado su vida eludiendo el centelleo de las estrellas, escondido en la noche eterna, a la que no tenía más remedio que huir si quería sobrevivir. Fue desde la repisa de un ventanal, de una casa cualquiera en un día sin importancia a una hora indeterminada, cuando su inquieta mirada se clavó en el prisma de su perdición. Ni tan siquiera en el cielo había visto nada tan hermoso ni con tanto esplendor que aquella sonrisa perlada que refulgía en ese rostro de tez alabastrina, lacios cabellos negros, ojos esmeralda e inenarrable candor. Petrificado por la emoción, no pudo hacer más que contemplar desde las sombras como se abismaba su mundo en ese gesto cautivador. Hasta que esa fascinante visión cruzó umbrales interiores y de su vista desapareció. Jamás habría imaginado, ni en sus sueños más apasionados, que hallaría en el bello rostro de una joven la anhelada joya de su pasión. Por esa sonrisa suya, sería capaz de entregarle su desalentado corazón. Sólo les separaba una ventana de cristal. Pero era un ave solitaria, ¿acaso ella le dejaría entrar?

Durante innumerables noches, desde que los azafranados tonos del atardecer crepitaban en el firmamento hasta que despuntaba en el distante horizonte el alba, el pequeño y solitario cuervo regresaba a la repisa de la ventana, tras el diáfano vidrio que lo distanciaba de la que ya consideraba su amada, mientras ésta le observaba con inocente curiosidad desde el otro lado, sonriendo con complicidad. Esa sonrisa se había convertido en la razón de su vida, en su particular luna nocturna, argéntea y arrebatadora, pero lejana e inaccesible, pues aunque sólo fuera un cristal, era suficiente para mantenerlo apartado de su afán. Volvía sin falta ni demora, esperaba durante horas hasta que aparecía y, cuando en mitad de la estancia su quimérica figura se entreveía, nada en este universo se podía asemejar al cúmulo de sensaciones que eclosionaba en el corazón del pequeño y solitario cuervo. Sin embargo, intercambiaban miradas y la sonrisa de ella se extinguía con las primeras luces del amanecer. Desconocía la razón por la cual la ventana no se abría y eso fue lo que le provocó su desazón. Se sumió en una insufrible y lacerante melancolía, que se alimentaba, noche tras noche, con el veneno de la añoranza por aquello que podemos soñar pero que nunca llegamos a tener. No existe nada más atroz que la ficción del verdadero amor. Pero sólo era un ave solitaria, ¿acaso le podría llegar a amar?

Así fue como tras incontables noches de desvelado amor, el pequeño y solitario cuervo decidió partir para siempre, emprender el vuelo. Puede que sólo fuera un ave solitaria y quizá por ello no pudo llevarse la anhelada joya de su pasión, pero se marchó con un consuelo:


El recuerdo de una sonrisa que le robó el corazón.

jueves, 16 de junio de 2011

Píramo y Tisbe

Era Píramo el joven más apuesto y Tisbe la más bella de las chicas de Oriente. Vivían en la antigua Babilonia, en casas contiguas. Su proximidad les hizo conocerse y empezar a quererse. Con el tiempo creció el amor. Hubieran terminado casándose, pero se opusieron los padres. Aunque no les dejaban verse, lograban comunicarse de alguna forma; no pudieron los padres impedir que cada vez estuvieran más enamorados: el fuego tapado hace mejor rescoldo. La pared medianera de las dos casas tenía una pequeña grieta casi imperceptible, pero ellos la descubrieron y la hicieron conducto de su voz. A través de ella pasaban sus palabras de ternura, a veces también su desesperación: no podían verse ni tocarse. A la noche se despedían besando cada uno su lado de la pared.

Pero un día toman una decisión. Acuerdan escaparse por la noche, burlando la vigilancia, y reunirse fuera de la ciudad. Se encontrarían junto al monumento de Nino, al amparo de un moral que allí había, al lado de una fuente. Ese día se les hizo eterno. Al fin llega la noche. Tisbe, embozada, logra salir de casa sin que se den cuenta y llega la primera al lugar de la cita: el amor la hacía audaz. En esto se acerca a beber a la fuente una leona, con sus fauces aún ensangrentadas de una presa reciente. Al percibirla de lejos a la luz de la luna, Tisbe escapa asustada y se refugia en el fondo de una cueva. En su huida se le cayó el velo con que cubría su cabeza. Cuando la leona hubo aplacado su sed en la fuente, encontró el velo y lo destrozó con sus garras y sus dientes.

Algo más tarde llegó por fin Píramo. Distinguió en el suelo las huellas de la leona y su corazón se encogió; pero cuando vio el velo de Tisbe ensangrentado y destrozado, ya no pudo reprimirse: Una misma noche - dijo - acabará con los dos enamorados. Ella era, con mucho, más digna de vivir; yo he sido el culpable. Yo te he matado, infeliz; yo, que te hice venir a un lugar peligroso y no llegué el primero. ¡Destrozadme a mí, leones, que habitáis estos parajes! Pero es de cobardes limitarse a decir que se desea la muerte. Levanta del suelo los restos del velo de Tisbe y acude con él a la sombra del árbol de la cita. Riega el velo con sus lágrimas, lo cubre de besos y dice: Recibe también la bebida de mi sangre. El puñal que llevaba al cinto se lo hundió en las entrañas y se lo arrancó de la herida mientras caía tendido boca arriba. Su sangre salpicó hacia lo alto y manchó de oscuro la blancura de las moras. Las raíces de la morera, absorbiendo la sangre derramada por Píramo, acabaron de teñir el color de sus frutos.

Aún no repuesta del susto, vuelve la joven al lugar de la cita, deseando encontrarse con su amado y contarle los detalles de su aventura. Reconoce el lugar, pero la hace dudar el color de los frutos del árbol. Al distinguir un cuerpo palpitante en el suelo ensangrentado, un estremecimiento de horror recorrió todo su cuerpo. Cuando reconoció que era Píramo, se da golpes, se tira de los pelos y se abraza al cuerpo de su amado, mezclando sus lágrimas con la sangre. Al besar su rostro, ya frío, gritaba: Píramo, ¿qué desgracia te aparta de mí? Responde, Píramo, escúchame y reacciona, te llama tu querida Tisbe. Al nombre de Tisbe, entreabrió Píramo sus ojos moribundos, que se volvieron a cerrar. Cuando ella reconoció su velo destrozado y vio vacía la vaina del puñal, exclamó: Infeliz, te han matado tu propia mano y tu amor. Al menos para esto tengo yo también manos y amor suficientes: te seguiré en tu final. Cuando se hable de nosotros, se dirá que de tu muerte he sido yo la causa y la compañera. De ti sólo la muerte podía separarme, pero ni la muerte podrá separarme de ti. En nombre de los dos una sola cosa os pido , padre mío y padre de este infortunado, que a los que compartieron su amor y su última hora no les pongáis reparos a que descansen en una misma tumba. Y tú, árbol que acoges el cadáver de uno y pronto el de los dos, conserva para siempre el color oscuro de tus frutos en recuerdo y luto de la sangre de ambos. Dijo y, colocando bajo su pecho la punta del arma, que aún estaba templada por la sangre de su amado, se arrojó sobre ella.

Sus plegarias conmovieron a los dioses y conmovieron a sus padres, pues las moras desde entonces son, como la sangre vertida por el verdadero amor, de color oscuro cuando maduran y los restos de ambos descansan en una misma urna.

Fuente: La Metamorfosis de Ovidio.

miércoles, 15 de junio de 2011

Cuentos de Dravenor: Furia del Norte, Parte III: En la niebla



La oscuridad le invadió, mas allá no había nada, no existía un mundo idílico, no existía el eterno castigo ni el reposo del alma, simplemente eso, la oscuridad infinita, intangible, donde cualquiera de sus sentidos eran inútiles, eso era la muerte, sin forma física, sin redención del alma, sin reencuentro con los seres queridos.

Pero, “¿Qué importaba todo aquello?”, “¿Qué mas daba tener una muerte sin sentido, cuando has tenido una vida tan vacua?”. Fue entonces cuando reflexionó, “¿Cómo podía ser capaz de dudar?”, “¿Cómo podía siquiera estar pensando en algo?”, “¿Se encontraba en una especie de purgatorio o es que quizás no había muerto y solo estaba sumido en un profundo sueño del que aun no era capaz de despertar?”.

Alcanzó a escuchar un sonido muy agudo, cómo un chirrido constante en la lejanía, poco a poco se acercaba mas y era mas audible, pero entonces el chirrido se tornó en eco, el eco en murmullo y el murmullo en palabras.

“.................*murmullo*……… *murmullo*………*murmullo*…p…o…r… Aedon!, ¿Sabes que te digo?... … Una vez conocí a un hombre, feo…regordete…pero tenia buen corazón, ¿sabes?...”

Hizo un esfuerzo por hablar, por gritar, por emitir algún sonido pero todo era inútil. Él no estaba, no existía cómo él estaba acostumbrado, estaba fundido con el aire, consciente de su presencia, de lo que le rodeaba, pero sin manos para tocar, ni ojos para ver, ni boca para hablar.

El silencio volvió, tan pronto cómo vino aquella voz se fue, pero, ¿Qué era esa voz?, ¿De donde procedía?, ¿Quién le hablaba de una forma como si a él le importase lo que tenía que decirle?. Era una voz suave, dulce, nerviosa, femenina, inquieta…

“Pues… el padre Albert no ha sabido decirme tu nombre….” La voz nuevamente. “Dice que te encontraron medio desnudo, sin nada, sin colgantes, sin anillos sin ningún tipo de recuerdo de tu familia ni nada. ¿Cómo te llamas?... hum… ya se…te pondré un nuevo nombre porque cuando despiertes te vas a sentir como si hubieses vuelto a nacer… te llamare… Eolan… si… Eolan… ¿Te gusta verdad?... ¿A que si?... Claro que si…¿Pues sabes una cosa, Eolan?, el otro día traté de hacer la comida y…”

La voz empezaba a ser agotadora, repetitiva, demasiado rápida, acabaría con la paciencia de cualquier criatura pero…amaba esa voz, era lo único que le daba la veracidad de seguir vivo, su único vinculo con el mundo real.

La muchacha visitó a “Eolan” durante varios días, le contaba lo que había hecho, las cosas que le gustaría hacer, le preguntó por cada herida de su cuerpo y de cómo una vez curó todo su cuerpo de llagas y quemaduras que le había provocado un desafortunado encuentro, le ordenaba una y otra vez que se despertara, pero era incapaz de hacerlo.

“Eolan… esta es la ultima vez que vengo a verte, me tengo que marchar ya y seguramente no vuelva en un tiempo, pero, claro, búscame cuando despiertes, ¿Vale?, entonces serás tu quien me cuente un montón de historias… bueno hasta pronto Eolan… Ah!! Se me olvidaba! Me llamo…”

El muchacho abrió los ojos doloridos, sentía la boca seca y la espalda rígida como una tabla de madera. Miró a su alrededor, estaba en una habitación con varias camas, vacías todas ellas. A su lado había una silla de mimbre y junto a ella un cubo lleno de agua enrojecida con sangre, del borde del cubo colgaba un trapo empapado con el agua teñida. Al parecer no solo fue un sueño, alguien estaba velando y se preocupaba por él. Pero en fin, fuese quien fuese ya no estaba allí...

¿Qué más da?

Tengo tus ojos mirando a hurtadillas en una esquina del pasado...

... hace años.


Tengo una estrofa cansada de versos que ni siquiera he empezado...


... ni tengo ganas.


Tengo pasiones y fuerzas gastadas, tengo un rincón que te guardo...


... por si acaso.

Tengo un jardín del edén oxidado en una caja de cartón...

... hecha pedazos.


Tengo cordura a la venta, es un saldo, y si la quieres pregunta...

... te la regalo.


Tengo los labios buscándome besos, tengo los besos buscándome...


... nuevos labios.

¿Y qué más da?

Tenga lo que tenga, ¿qué más da?

Si lo tengo todo... si no tengo nada.. si lo tengo todo...
¿Qué más da?


Tengo un millón de preguntas absurdas, que tú quisiste responder...


... para lo que sirvió.

Tengo sueños y esperanzas aún vivos, quién sabe cuándo morirán...


... ahora agonizan.

Miro hacia atrás... surco la tormenta... sólo queda arena...
No sé qué pensar, si lo tengo todo... si no tengo nada...

Tengo un jirón de mi piel enredado con un rizo de tu pelo... se han fusionado.
Tengo un litro de mi sangre esparcida por cada vena que por ti...
me he cortado.
Tengo feroces inviernos brotando, tengo primaveras felices, hibernando.
Tengo un lápiz sin punta que pinta, tengo un rayo de luz...
me está rayando.
Tengo locura acechando mis pasos, tengo el cerebro en un tarro... de cristal opaco.
Tengo un ojo en tu espalda tapiado, tengo otro ojo despierto...


... pero está cerrado

Tenga lo que tenga... ¿Qué más da?

martes, 14 de junio de 2011

Cuentos de Dravenor: Furia del Norte, Parte II: En la arena



El gong de la arena sonó, era la señal, no había mas tiempo para divagar, no había mas tiempo para cavilar, solo había tiempo para morir. La puerta de acero del fondo de la sala se abrió, dejando ver un elevador que le conduciría a la arena. Suspiró con fuerza, se apresuró armarse con dos brazales armados, arma que le daba una leve protección desde los hombros hasta las manos y a la vez eran ofensivas ya que del puño sobresalía un filo ancho con la longitud de una espada corta. No se equipó con mas pieza de protección pues la única ventaja que tenia era la agilidad y la velocidad de movimiento, llevar yelmo, pechera, perneras, etc… sólo serviría para que se le hundiera en la carne de un golpe, de modo que solo vestiría el taparrabos que portaba. Nunca había tenido que combatir por su vida, trató de recordar unas inútiles lecciones que le había dado uno de sus “dueños” hace años. Fue escudero de un caballero, el cual renegó de sus votos al poco tiempo de ser nombrado, al parecer le daban mas satisfacción el calor corporal de los niños que su divina Fe en Aedon. Cuando se quiso dar cuenta ya estaba en el centro del anfiteatro, solo en mitad de la arena. Miró a su alrededor, las gradas estaban al completo, la peor escoria de todas las razas conocidas estaba ahí, era evidente que todo aquel espectáculo era de todo menos legal. Sobre un pedestal divisó a un mediano achaparrado gritando sobre una plataforma que lo colocaba por encima del público, no prestó demasiada atención a lo que decía, se quedó abrumado por el gentío que le observaba con ira, vociferaban, algunos insultaban mostrando una cara desencajada. Algo humillante tuvo que decir el mediano antes de callar, ya que el público comenzó a arrojar todo tipo de hortalizas contra el muchacho. El joven permaneció inmóvil donde estaba mientras recibía la lluvia vegetariana, tomates, lechugas se estrellaban en su espalda, en el pecho, en la cara.

La avalancha se convirtió en gritos de euforia cuando un ogro de tres metros y medio apareció en escena con una atarraga en sus manos. El muchacho apretó la mandíbula y contrajo los músculos de los brazos y las piernas, se estremeció al ver tal mole de carne, un escalofrío le recorrió la espina dorsal cuando la criatura abrió la boca para rugir mostrando una dentadura deforme y ennegrecida, las babas le colgaban desde las comisuras de los agrietados labios. El público, lejos de sentirse intimidado, elevó la voz en una explosión de éxtasis. El joven permaneció inmóvil con la mirada fija en su rival, esperó a que el ogro actuara primero.

No tuvo que esperar mucho, el ogro embistió contra él, pero como había predicho, era mas rápido, no le fue difícil apartarse de su camino. Así lo hizo, una vez, y otra, y otra a la vez que le lanzaba tajos allá donde sus brazos alcanzaban, aunque sus ataques eran poco certeros y solo le causaban heridas superficiales al ogro, le gente empezaba a abuchear la situación, pedían sangre, querían muerte.

El ogro enrojecía de furia, era una mala bestia de fuerza bruta, pero de inteligencia limitada. El muchacho empezó a sonreír de satisfacción y se dispuso a esquivar una nueva embestida, pero, algo salió mal, su pie resbaló con una zanahoria haciéndole perder el equilibrio.

Cuando recuperó la estabilidad ya era tarde, tenía al ogro en frente y antes de poder reaccionar, un brutal martillazo impacto contra su cabeza, cayó al suelo instantáneamente conmocionado, medio inconsciente, un agudo zumbido le ensordecía el oído y notó la calidez de la sangre derramarse por la oreja y por la cabeza donde recibió el impacto. El ogro rugió lo que parecía una maléfica risa, tiró el martillo lejos y apresó al desdichado con sus manos, lo levantó dos metros del suelo y comenzó a golpearle repetidamente en la cabeza con su puño derecho. Cada golpe producía un reguero de sangre que caía sobre la arena, empezó a perder la capacidad auditiva, todo sonaba lejano, con eco, tenía los ojos en blanco, no alcanzaba a distinguir nada, solo notaba los contundentes golpes que le sacudía violentamente la cabeza, era increíble ver como su cuello era capaz de aguantar tal castigo sin partirse en dos. Sus brazos y piernas colgaban pesados, agotados y empapados de la sangre que chorreaba desde su hinchado rostro, era imposible saber si continuaba vivo. El puño del ogro estaba totalmente tintado de color carmesí pese a que la sangre del joven era cada vez mas espesa. Cuando la criatura se aburrió lo suficiente lo dejo caer al suelo como si de un trapo sucio se tratase y fue en busca de su martillo. El muchacho quedó tendido en el suelo, boca arriba, observando las estrellas, el cielo nocturno, prefería que su ultima visión del mundo fuese el manto oscuro de la noche. Veía el firmamento en todo su esplendor, veía la blanca luna, radiante, observando su cuerpo maltrecho, su rostro deformado por la paliza, su dificultad para respirar, sus esputos sanguinolentos, sus lágrimas saladas y ensangrentadas. Mientras su visión se oscurecía vio de nuevo al ogro, levantando la atarraga por encima de su cabeza a punto de asestarle el golpe de gracia innecesario. La luz de sus ojos se apagó, solo alcanzo a escuchar… POR EL REY!!!!!!...

lunes, 13 de junio de 2011

Cuentos de Dravenor: Furia del Norte, Parte I: Recuerdos

Truenos, era lo único que su oído escuchaba mientras permanecía sentado en aquel viejo banco de madera, con el cuerpo levemente inclinado hacia delante, los codos sobre las rodillas y las manos abiertas cubriendo su rostro. Los truenos sonaban rítmicos, acompasados, impropios de la naturaleza previniendo de una fuerte tormenta. “Bien recibidos serían si fuesen truenos de verdad”, pensó, ya que sabía perfectamente que ese sonido no lo producía el cielo, sino centenares de personas eufóricas golpeando el suelo con fuertes pisotones al unísono que habían acudido al lugar a verle morir para su distracción. Dio un profundo suspiro y deslizó sus manos por la cara, hasta dejar que la tenue luz de la armería inundara sus ojos negros los cuales hacían juego con su cabello. Echó un vistazo rápido a la sala, a su izquierda había una forja, aún candente, el resto de la habitación estaba decorado con varios estafermos y alguna que otra panoplia con unas pocas armas y piezas de armadura. Con cada golpe que escuchaba podía ver como la llama de los candiles bailaban, haciendo que la sombra de su portentoso cuerpo pareciese inquieta. El estruendo era más violento a cada momento, como si más y más gente se animase a seguir la corriente a los alborotadores. Algunas de las espadas que estaban metidas verticalmente en cestas empezaban a vibrar y entrechocar entre ellas emitiendo un leve sonido

metálico. Se levantó del banco, muy despacio, parecía no tener prisa por llegar a su destino, observó una de las cestas mientras se acercaba a ella, se mantenía tan ensimismado y concentrado que hasta su propia sombra parecía alejarse para no romper el clímax de sus pensamientos. Se detuvo frente a la deshilachada cesta de mimbre, tomó una espada y la extrajo hasta verse reflejado en el acero. La espada estaba lejos de parecer cuidada, el oxido ennegrecido invadía el filo casi por completo, privando al arma de su lustre, aún así, consiguió cruzar la mirada con su reflejo.

Fue entonces cuando los vítores dejaron de oírse, dejando un silencio absoluto para que las voces del pasado le resonaran en la cabeza. Muchas eran confusas, demasiadas vanas, pocas carecían de sentido, cuando has dedicado toda tu infancia a realizar todo tipo de trabajos denigrante, esclavizado y abusado en todas ellos, la gente te decía muchas cosas, pero pocas de cierta relevancia. “Muchacho, si hay algo que quieras de verdad solo tienes que agarrarlo y llevártelo”, quizá sea lo que mejor recuerde de sus días pasados, ya que ni recordaba su propio nombre, no recordaba si lo tuvo alguna vez, “chico”, “muchacho”, un silbido, un chasquido, un grito, un golpe, era lo único que se necesitaba para dirigirse a él. Nadie que lo reclamaba se interesaba en saber su nombre y mucho menos en ponerle uno, nunca le preguntaron que quería hacer o donde le gustaría ir, solo le decían lo que se esperaba de él. Y así cumplía.

Nunca se preocupaba por nada, ni siquiera en saber quienes fueron sus padres y porque permitieron que llevara ese estilo de vida. Habían comerciado con él en tantas ocasiones como trabajos había tenido, ya no recordaba cuando fue la primera vez ni a que edad, pero era consciente de que esta era su última tarea. Un esclavista de cierto renombre había pagado una buena suma de dinero por él solo para ser aplastado y golpeado hasta la muerte por un ogro, solo para diversión de la gente. Los recuerdos comenzaron a desvanecerse como el humo de una hoguera...