Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

martes, 28 de junio de 2011

La Rosa Verde: La esmeralda indómita (parte I)

La Rosa Verde: La esmeralda indómita (parte I)


Años atrás, Gustav Helder incluso llegó a acostumbrarse muy bien al calor, y en consecuencia, al pegajoso sudor indómito. Líquido contradictorio en su condición que no mitigaba la temperatura, sino que la hacía mucho más molesta.


Llego un momento en el que aquellos inconvenientes casi ya no le molestaban pese a todo, era costumbre, rutina que en paradoja presagiaba cambio y aventura. Era su vida, las cosas eran así, siempre serían así... o eso le habría gustado pensar. Pero no era cierto. Quizás sí hacía quince años. No ahora. Ahora, en este preciso instante, estaba totalmente destrozado, el calor pesaba toneladas de cristal ardiendo, los mosquitos eran terribles bestias chupasangre cuando antaño no habían resultado más que una simpática y temporal molestia.


El viaje había sido especialmente largo. Primero en barco hasta Normandía, atravesando todo el territorio francés para llegar desde la costa sur gala hasta el norte de Egipto en un nuevo barco. Hacía doce años que no visitaba la tierra del Nilo, antigua tierra de maravillas y faraones, hoy en día desvencijado protectorado inglés, carente de identidad. Sólo vestigios de un poder y una religión, cansados y marchitos, pero repletos todavía de tanto que entregar a quién supiera como buscarlos.


Él lo sabía, no en vano no era la primera vez ni la segunda, ni tan siquiera una tercera o una cuarta que acometía un intento de gloria en estas tierras, prácicamente había perdido la cuenta. Se podía decir que fue casi un pionero antes que se convirtiera en una moda snob. Ser explorador e investigar los tesoros perdidos de civilizaciones antiguas era algo que poco a poco se estaba imponiendo entre gran parte de la clase burguesa adinerada europea, aburrida en la progresiva e irrefrenable inmersión en un consumismo imperialista que como decía Mark Twain, iba a destruír la megalómana nueva súper civilización occidental.


Él no habría querido considerarse parte de esa clase. No señor. Ni en broma. Para empezar, Helder no era de clase alta. Pero hoy por hoy gozaba de cierta fortuna, casi siempre

momentánea por su amor por el juego y los desmanes, pero fuera como fuera, esa fortuna era mérito exclusivo suyo, nadie se la había regalado ni mucho menos.


Nunca había tenido familia, nadie había luchado por él. Todo lo que fuera luchar lo había aprendido por sí sólo, en ardua y complicada batalla. Por supervivencia en primera instancia, por fortuna más adelante. Casi siempre por diversión.


Pero ya había cumplido los cincuenta. Sobraba decir que no era lo mismo. Con veinte años menos, ni Egipto, ni la India, ni el más remoto y recóndito lugar del planeta se le habría resistido.


La tentación para despertarle de su letargo, para levantarle de su retiro debía ser extremadamente jugosa y apetecible. Húmeda, como una flor de indescriptible condición.


- La rosa verde.- Yashid se trababa con las eses, pero hablaba un inglés prácticamente perfecto, perfeccionado por los años que pasó junto a Helder de aventura en aventura. Yashid había sido lo más parecido a un amigo que encontró durante su turbulenta vida. La única persona que realmente le comprendió cada momento. La única que se siguió preocupando por él, la única cuya visita le emocionaba ligeramente, aunque fuera por el aroma a nostalgia que llevaba impregnado voluntaria e involuntariamente. Ambos estaban en el jardín de la pequeña mansión que Helder regentaba en Londres.- Lo han dicho así, tal cual, Gustav. Una rosa verde. La rosa verde.


Sólo había una cosa que Helder había llegado a amar como antaño amaba sus viajes, como esa inquietante e incierta emoción que se le clavaba en la sien, siseante, caótica, que provoca la inmediación de la aventura. En contraposición, su otro tesoro, era la calma de su jardín. Había invertido mucho tiempo y dinero en confeccionar el jardín más bello de Londres. Pensaba que el más bello de Europa, pero no tenía pruebas de tal cosa. Imaginarlo bastaba. Por lo menos él no había visto uno que lo igualara en simetría y belleza.


- La Rosa Verde no existe, mi querido Yashid. La buscamos durante años. Es una leyenda. Una leyenda bella, cierto es.

- El tesoro más grande, Gustav. Eso es lo que es. No me puedo creer que lo desprecies. No después de lo cerca que estuvimos. De las vecces que lo intentamos. Después de haber perdido toda esperanza, estamos ante una oportunidad única… recuperarla. Es un sinsentido que no me quieras escuchar.


Llenó su copa de cognac Hennesy, otro de sus tesoros. No le ofreció a Yashid. Él no comprendería las sutilezas del sabor, áspero e inconfundible que albergaba en su interior.

Calló un momento. Pensó en la posibilidad de que fuera verdad. Remota, cierto. ¿Posible? Había algo que la vida le había enseñado: todo era posible.

Pero una corazonada, un rumor más o menos consistente, hacía años habría sido suficiente para convencerle. No estaba seguro de si lo era ahora. Apeló a ese argumento.


- Vamos, Yashid. Mírame. No soy un chiquillo. Viajar a Egipto... quizás todavía soporte el calor. Quizás a duras penas soporte el viaje. Puede que durante los primeros días la incertidumbre, y la inquietud me rejuvenezcan. Pero… la edad me ha otorgado cierto juicio. Pasará el tiempo, no sabremos nada, cada vez estaré más cansado. No soy un hombre que se pueda decir que esté en forma, querido amigo. La buena vida me ha desgastado, postrado a descansar. Un retiro dorado que se dice.


El pequeño egipcio rió en un carraspeo quejoso.

- Oh, vamos Gustav, no me vengas con esas. Día tras día te lamentas de estar encerrado aquí. De haber perdido la ilusión de vivir. Sólo tienes este jardín. ¿No te gustaría tener una rosa verde que contemplar?

- Tú y yo sabemos, que de existir, esa rosa no sería precisamente una planta.


La mirada de complicidad entre ambos denotó el conocimiento de la leyenda, la leyenda de una esmeralda tallada en forma de flor, más grande que cualquier rosa real; tan perfecta en cada una de sus capas que su homónima roja y viva palidecía de muerte.Tan valiosa que el dinero no existiría para su valor. Que el oro perdería su sentido y brillo. Tan bella y perfecta, que el hombre por fin comprendería el significado de la belleza.


Simbolizaba lo inalcanzable, una estrella en un horizonte imposible, refulgente joya que podía absorber toda la luz y la locura de lo incomprensible.

La historia hablaba de una piedra milenaria procedente de Rhodesia del Norte, él único verdadero yacimiento de esmeraldas de África, prácticamente todas las piedras preciosas de esta condición que el ser humano civilizado conoció hasta el descubrimiento de América, venían de Rhodesia. Pero su talla como es obvio, siempre fue rudimentaria. ¿Cómo entonces se había logrado esculpir una rosa de ese material, tan magníficamente perfecta?


Una princesa del pueblo de los Tonga, antiguos habitantes de ese territorio antes de la llegada de los mil veces malditos y expoliadores europeos, la había recibido como dote en una ceremonia nupcial cantada y recordada. Un artefacto único, irrepetible. A causa quizás, de una conjunción de casualidad y suerte. Fruto perfecto con forma de la más armoniosa de las creaciones humanas. El doctor y explorador David Livingstone ya hablaba de esa rosa cincuenta años atrás, y fueron los ingleses los que la robaron de la tribu durante su invasión colonial.


Pero la rosa nunca salió de África. El oficial al mando que la tomó como grandilocuente tesoro de guerra murió de disentería. Los siete siguientes propietarios que intentaron sacarla del continente sufrieron terribles accidentes, pesares que les alejaron de la rosa, o incluso de la vida.


La leyenda de la flor de esmeralda inalcanzable se extendió entre los exploradores. Un símbolo de lo indómito de África, de algo que Europa y el nuevo mundo occidental, no podría hacer a su imagen y semejanza.


Tantos quisieron buscarla, tantos lo intentaron…

Gustav Helder conocía la historia desde hacía más de veinte años. La había buscado con tal vehemencia incansable, que resultaba inconcebible que hubiera terminado cansándose. No fue su voluntad, si no su cuerpo. Fue su cuerpo lo que derrotó a su ilusión. Nunca vería esa flor. Llevaba mucho tiempo estando seguro de ello.


La vida en el Londres de principio de siglo le había deteriorado. Había invertido sus tesoros en riqueza material que le proporcionó todo el placer que no había degustado en su juventud, en una venganza que realmente le estaba consumiendo y convirtiendo en lo que siempre había afirmado odiar. El juego, las mujeres, el alcohol… era apenas una sombra de lo que había sido. Gordo y pesado, cansado antes de empezar el día, agotado cuando hacía ademán de terminar.


- Maldito rufián.- bebió su copón de un trago, casi sin saborear el amargo néctar que le robaba años a cada sorbo.- Está bien, por lo menos te has ganado el derecho de intentar convencerme. He de reconocerlo, volver a pensar en esa flor tantos años después, resulta… gratificante.

- ¿A quién quieres engañar, viejo gordo? Dudo que hayas dejado de pensar en ella un instante siquiera.


Helder suspiró ¿Cómo podía conocerle el pequeño egipcio tan bien? Porque aunque había intentado por todos los medios quitarse la esmeralda de la cabeza, no lo había conseguido de ninguna manera. Muchas veces, tendido en su cama, solo, triste, cansado, pensaba que todos sus bienes, toda su opulencia, todo aquello que había adquirido en su vida acomodada en Londres, era una burda y cobarde sustitución de la Rosa Verde. Es más, si se había esmerado tantísimo en la confección de un jardín tan perfecto era porque había llegado a la conclusión de que nunca tendría a su alcance la más bella de los flores.


- Yashid, eres una persona malvada. Después de tanto tiempo siendo amigos… Ahora, vienes aquí y le pones la miel en los labios a un pobre anciano enfermo.

- Siempre se te dio bien exagerar, Gustav. ¿Anciano? No. ¿Enfermo? La única enfermedad que sufres es la tristeza que sientes aquí, todo lo que te está separando de tu verdadera vida. Que te degrada a ser una burla de lo que fuiste. Una nueva partida en nuestro viejo tablero de ajedrez, eso es lo que necesitas. Y sabes bien cuál es nuestro tablero.

Cada vez que emprendía una nueva aventura, que escoltaba a unos viajeros por Nairobi, que asaltaba las catacumbas de Nueva Dehli, que comenzaba un nuevo viaje por las estepas siberianas, Gustav Helder, fuera cual fuera la penalidad o fatalidad que pasaran, esgrimía incansable siempre el mismo discurso. “Véanlo, señores como un tablero de ajedrez. Sólo quedamos nosotros en un tablero abarrotado de piezas enemigas. Lo cuál sería una perspectiva poco alagüeña sino fuera porque nosotros, señores, somos todos reinas. Movemos en todas direcciones, y esos tristes peones no nos van a asustar.”

Su pomposo discurso había alentado a muchos incautos que le habían seguido ciegamente, lloviera, nevara, tronase, cayeran flechas o el nuevo diluvio universal.


- Yo… yo ya no soy una reina. Ni siquiera soy un peón. Porque un peón también puede ser una reina… y yo… yo ya no soy capaz…

- Eso está por ver, viejo amigo.


Ambos callaron. Gustav Helder supo en ese instante que era entonces o nunca. Todavía podía decir que no, que no siguiera hablando. Porque si seguía escuchándole, si seguía oyendo hablar de esa rosa, vería sus petalos brillantes y translúcidos parpadeando brillos verdosos, en el altar de lo imposible, rebotando entre sueño y sueño para siempre en su consciencia. Podía frenarlo, aún estaba a tiempo. Todavía podía seguir inmerso en la vida que le estaba destrozando, caer preso del juego al que nunca pensó que quería jugar. Tomar la salida cómoda, ir muriendo poco a poco, seguir engordando, postrarse de manera definitiva e inevitable a la derrota que sabía segura y también estable.

Se miró las manos, cayosas e hinchadas, torpes cuando habían sido gráciles, herramientas dotadas de una habilidad ahora marchita, como marchitos estaban ahora sus sueños.


- Estoy seguro de que esta pregunta que te voy a hacer será de lo que más me arrepienta en toda mi vida, y hoy por hoy, me arrepiento de muchas cosas, por lo que ese privilegio será verdaderamente especial. Pero… dime, Yashid. ¿Qué has averiguado sobre la Rosa Verde que requiera mi atención?

El egipcio mostró los huecos entre sus dientes con su burla de sonrisa mientras decía:

- Ben Salar la ha encontrado. La tiene, y quiere hablar contigo. No me fío del todo de él pero lo que sí sé es que… volvemos a casa.

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