Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

lunes, 31 de octubre de 2011

Echtra Nerai



Cuenta la leyenda que Nera, un guerrero que vivió en los albores de nuestra era, en el reino de Connacht, la provincia occidental del Eire (Irlanda), cuyas costas miran al océano, se encontraba en la noche del Samhain, cuando el rey Aillil y toda su corte celebraban una fiesta en el palacio de Rath Cruachan, en la capital de sus dominios.

Aillil se dispuso a poner a prueba el valor de los suyos, y ofreció como premio su valiosa espada, de áurea empuñadura, al guerrero que fuese capaz de colgar una cinta de mimbre del tobillo de uno de los cuerpos de los dos cautivos a los que habían ejecutado el día anterior, y cuyos cadáveres aún pendulaban en sus horcas. El siniestro reto del monarca y la noche terrorífica elegida para lanzarlo hicieron mella en el corazón de los hombres del reino. Sabían que en la víspera del Samhain los espíritus de los muertos estaban al acecho, y aterrados por la sola idea de encontrarse con ellos, ninguno se ofreció para tal empresa, salvo el propio Nera, el más valeroso, quien consiguió reunir el coraje suficiente y dar un paso al frente.

Habiéndose vestido su armadura, Nera acudió al lugar donde colgaban los cuerpos de los ahorcados y, en el momento en que colocaba la cinta de mimbre en el tobillo de uno de los muertos, vio que éste se movía. Con una voz siniestra y desgarrada, el cadáver elogió el encomiable valor del guerrero y, sumido en la desesperación, le pidió agua para poder apagar la sed que le había quitado la vida y que le abrasaba la garganta más allá de la muerte. Apiadado del sufrimiento que padecía el ahorcado, Nera cargó con él a sus espaldas y fueron a buscar agua a la casa más cercana.


El guerrero, al acercarse a ese hogar, se lo encontró rodeado por un lago de fuego.

- No hay bebida para nosotros en esa casa  - dijo el cautivo con su voz de ultratumba -. Vayamos a la casa que se divisa más allá.

Obedeciendo al muerto, Nera se aproximó a la otra vivienda y se la encontró rodeada de un estanque de agua. Incapaz de salvar el obstáculo, y siguiendo una nueva recomendación del difunto, cargó con él hasta una tercera casa en la que no encontraron nada extraño.

Pálidos ante la espantosa compañía que depositaba el guerrero en el suelo de su hogar, la familia que vivía entre aquellas paredes dio de beber a Nera y al ahorcado. Habiendo bebido éste tres tazas del líquido elemento, escupió la última sobre las cabezas de los hogareños, provocándoles la muerte. Sintiendo repulsión por haber hecho un favor a aquel cruel y desalmado muerto, Nera lo devolvió a la horca en la que le había encontrado y tomó el camino de vuelta a Rath Cruachan, donde le estaría esperando su recompensa.


Cuando por fin llegó a la corte de Aillil, Nera encontró el palacio en llamas y a sus ocupantes decapitados. Ante la evidencia de que un ejército enemigo había atacado el reino, buscó pistas de lo ocurrido y descubrió que los invasores eran las huestes del Sídh, el mítico reino de las hadas, también denominados Tuatha Dé Dannan. Siguió su rastro hasta la Cueva de Cruachain, donde -según las ancestrales historias- están las puertas que conducen al mundo de los muertos. Allí Nera se encontró al rey de los Sídh con sus mesnadas, y junto a ellos las cabezas cortadas de las gentes del Rath Cruachan, clavadas en estacas.


Descubriendo los guerreros del Sídh que había un mortal entre ellos, debido al mayor peso de sus pisadas, el rey de aquéllos le ofreció respetar su vida y concederle un hogar y una esposa a cambio sólo de que Nera proporcionase al Sídh un suministro diario de leña. Habiendo muerto los suyos, y viéndose solo y desamparado, Nera aceptó el trato y vivió un tiempo de forma plácida y pacífica.

No había pasado un año de los terribles sucesos del Samhain que he referido cuando la esposa de Nera, movida por el amor a él, le confesó que Cruachain estaba intacta, que el guerrero había sido engañado y sólo había presenciado una visión de lo que ocurriría en la siguiente noche del Samhain si Nera no alertaba a su rey y a su gente, pues el rey del Sídh se proponía arrasar de verdad el reino.


Nera decidió entonces regresar al reino de los vivos, donde fue recibido con honores por Aillil, que le otorgó el premio prometido: su propia espada bañada en oro. El guerrero relató a los suyos lo ocurrido desde la fatídica noche del Samhain. Decididos a no dejarse vencer, los guerreros enviaron a sus mujeres e hijos a lugar seguro, fuera del Cruachan, y se aprestaron a armarse. Reunidas las huestes de Connacht y las de sus vecinos del Ulster, libraron una batalla en el Sídh, de donde se llevaron tres preciados tesoros de ese reino: la Corona de Brión, el Manto de Lóegaire en Armagh, y la Camisa de Dúnlang en Kildare, con los que regresaron victoriosos.


 La suerte de Nera fue muy distinta a la de sus viejos compañeros de armas. Regresó al Sídh para encontrarse con su esposa, y allí permanecerá, según la leyenda, hasta el día del fin del mundo, como aquel que habló con los muertos y vivió entre las hadas.


FUENTES: 
Contando Estrellas (Recopilación y traducción de la leyenda)
Ciclo del Ulster (Información adicional general)
Diccionario de Mitología Celta (Términos, topónimos, héroes y deidades)

lunes, 24 de octubre de 2011

Placeres vacíos


Vacío. 


No quedaba nada ni nadie por rescatar, ni tan siquiera esas gotas de sudor -o quizá fuera la derramada simiente de un irresponsable- que empapaban las sábanas de una habitación que no era la mía, en un hostal en el que nunca había estado, bajo el creciente remordimiento de una desnudez olvidada, con el hedor del sexo impreso en mi piel y tras una noche que me afanaba por recordar. Mala idea, anunciaban los haces de luz matinales que se infiltraban burlones por la destartalada persiana. Había una inconsolable sequedad en mi boca, como si esos litros de alcohol que había ingerido horas antes hubieran desertizado mis papilas, una irrefrenable náusea germinaba desde mi estómago, la visión titubeaba vertiginosa deseando que las imágenes que me rodeaban fueran otras, y mi cuerpo se negaba a reaccionar ante esa situación aturdidora. Pero ahí estaba, solo, en mitad de un recuerdo que comenzaba a regresar a mi memoria.

Tenía que ser una noche como otra cualquiera, de un fin de semana que estaba deseando que llegara desde el segundo después de que terminara el anterior. El ansiado encuentro con esos rostros con los que tantas complicidades había compartido y en los que podía confiar para deambular por la cuerda floja de la pérdida del control no se hizo esperar. Amigos, los llaman algunos, pero para mí son algo mucho más trascendental: alguien en quien confiar cuando ni en ti mismo confías. Confabulamos tan deprisa con el alcohol que casi parecía uno de esos patéticos polvos que se improvisan en el baño de un pub, feroces y atragantados. Las risas estallaban estruendosas con mayor frecuencia a cada instante, a pesar de que las palabras menguaran en lucidez de un modo equidistante. Pero el único derrotado tenía que ser el rubor, con el permiso de nuestro hígado.


Todo era tal y como debía ser, pero no como quería que fuera. Así solía ocurrir, a medida que pasaban las horas, los sentidos se turbaban en favor del deseo y el 'after' de turno abría sus puertas para darnos la bienvenida a su particular jardín de las delicias. Porque era deseo, ardiente e incontenible, una irracional emoción que me vencía y que sólo se podía colmar en la búsqueda de los efímeros placeres. No había lugar para sutilezas ni elegancias, para bellas palabras y delicados halagos, sólo cabía el ansia por hundir las humedades de mi cuerpo en la ambrosía de una mujer. No, de cualquier mujer. Y si podía ser en plural, no sería mi voluntad la que se doblegara por evitarlo. Y son ellos, nosotros, tú, yo, los que abren juego, extinguidos por bafles que braman las mejores canciones que has escuchado en tu vida, aunque realmente las pudieras considerar una cantante y sonante mierda. 

Pero -llegó la anhelada adversativa- cuando llegaba inevitable el no va más de la tirada de ruleta y la fallida fortuna de un pusilánime jugador volvía a torcerse, se abismaron dos miradas. Una de ellas, la mía; mientras que la otra, la del objeto de mi afán. La mirada preludia, la sonrisa acontece y ese renglón invisible que nos separaba no tardó en esfumarse. Ella enarboló mi pasión, y ni tan siquiera tuvo que chasquear sus dedos, pues esos ojos de bruja me subyugaron de inmediato. Quería ser palabras, pero yo sólo veía formas, sus formas, y eran perfectas, al menos en ese lugar y en ese tiempo. No importaba lo que pudiera decir, mucho menos cuando mi beso cayó en el umbral de sus labios y mis manos interpretaban una osada melodía en su cuerpo. Sentí como el calor implosionaba y las llamas me consumían por dentro cuando encontré la correspondencia a mi arrebato en una lengua que se hilvanaba con la mía y ahogaba los sordos gemidos de nuestras gargantas. Me elevé hacia los edenes del deleite.


Desunimos lo anudado, en mi boca latía la miel del deseo. Quise saber su nombre, aunque no pronuncié palabras, pues mi mente, desamparada, no podía hacer más que desvestirla con la mirada. Fue su cálida mano la que acarició la mía, como si de la espuma de una ola que muere en la orilla se tratara, hasta estrecharla para sellar el vínculo que garantizaba la saciedad de mi placer. Escuché, distantes, los cantos de sirena. Tiró de mí, o yo de ella, mientras nos rodeaba una vorágine de luces de neón, rostros distorsionados y ruidos atronadores, abriéndonos paso entre una maraña de formas informes hasta alcanzar la pálida luz de una luna blanca. Y no, no fue su tibio fulgor plateado o una senda de estrellas la que me llevó a continuar ascendiendo, sino las únicas palabras que recuerdo que ella desarticuló y que calaron en mis oídos hasta sumergirlos en las mareas del descontrol:

- Quiero que me folles.

¿Era lo que quería escuchar? Martilleó mi mente. Pasos trastabillados, torpes caricias y besos apresurados, callejeros y desgarbados. Nada más que eso hasta llegar a un hostal, una escalera, una puerta y una cama. Esta cama. Y el sexo, patético y despiadado, con alguien que no conoces y que no está cuando has despertado. Ni tan siquiera sabía su nombre y hubiera sido lo único que habría querido recordar.


Porque ayer se llamó placer, pero hoy tan sólo era vacío.

jueves, 20 de octubre de 2011

Cenizas

Hubo un momento en el que fue un hombre, o algo parecido. Ahora, se confunde entre el paisaje urbano, entre los errores, las oportunidades perdidas y la multitud.

Tuvo todos los mimbres para una vida convencional. Pudo ser feliz. Ahora, todo son cenizas.



Duerme el sueño nunca vivido

en las tinieblas del olvido.

Fuma lágrimas y tabaco,

llora humo, sangre y pecados.

No sabe si alguien le ha querido

ni sabe porque sigue vivo.

La luz del día le hace daño,

desde hace siglos no se da un baño.


Y la vida se le escapa,

escuece y corta

como una navaja.

Y el whiskey, es un regalo.

Cada minuto, un nuevo milagro.


Duerme la vida nunca soñada,

olvidó lo que es una cama.

Repta entre el sol y el asfalto,

no le importa a quién le de asco.

Sus ojos son dos mares de nada,

ha olvidado si tuvo alma.

Bebe litros de gasolina,

fuego que le quema la vida.


Y el cielo queda ya tan lejos

no se reconoce ya ni en el espejo.

Y el infierno queda tan cerca,

sus demonios siempre le acechan.


Todo son cenizas, cenizas, cenizas…

Todo son cenizas, cenizas…


En su vieja fotografía

hay rostros de cuando aún vivía,

La arruga y aprieta contra el pecho,

sangran sus costras y lo recuerdos

que aún permanecen en su mente,

mañana puede ser diferente.

Cenizas de los sueños perdidos,

del hombre que pudo haber sido.


Y en su espalda, hay mil puñales,

mil traiciones, mil alacranes.

Y el olvido, sabe tan dulce,

la noche ya, casi le cubre.


Todo son cenizas, cenizas, cenizas….

Todo son cenizas, cenizas…

Todo son escombros, todo son cenizas…

sábado, 15 de octubre de 2011

Seas quien seas, estés donde estés...


Hay noches y noches. Diferentes tipos de silencio, del tenue susurro al vacío absoluto de sonido. Oscuridades que ciegan toda luz posible, luces que derriban la oscuridad hasta el blanco inmoculado. Tanto vacío como tanto hueco o agujero que queda atrás, o que todavía no se ha recorrido.

El rostro del mundo se desfigura, en una mueca imperceptible, siguiendo mis pasos de regreso que recorren sus rasgos, uno detrás de otro, uniformes, acompasados en su desdén. Alcanzo todos los silencios, todas las oscuridades, todos los vacíos cuando la noche me alcanza, y me sume en su manto, una vez más, acogido por su fruncimiento.

Seas quien seas, estés donde estés, ni siquiera sé si te estoy buscando. Ni siquiera sé si sé buscarte, si quiero buscarte, si debo buscarte. No sé si te conozco, no sé si te perdí para siempre, no sé si acabas de aparecer.

No sé si serás quién comparta los silencios, y deslice susurros en sus adentros, no sé si lo fuiste, si pudiste transformar mi oscuridad. Muchas veces, disecciono mis pensamientos, mis recuerdos, mis esperanzas. Presente, pasado y futuro. Te busco, una figura, un reflejo. ¿Un desliz, un acierto, un error?

Seas quien seas, estés donde estés, sé que existes. Sé que crearás fuego. Sé que crearás dragones, que nada importará, porque hubo un momento en el que no importó, porque en lo que realmente importa... ya no importa.
Quizás seas el reflejo que en ocasiones acierto a ver en mi espejo, que me devuelve burlón. Ese reflejo siempre será el todo... pero creo que seas quién seas, podrías ser la parte.

No es que todo esté mal. No lo está. Pero los tristes caminos de regreso en la soledad vacía, oscura y silenciosa de la noche, apelan a ese pensamiento, a ese recuerdo... o quizás a esa esperanza. Gritan, a veces desesperados, casi siempre confusos; voces que en momentos de lucidez como más o menos es éste, creo comprender.

Seas quien seas, estés donde estés, comparte mi silencio con una palabra. Comparte mi mirada. Seas un recuerdo, seas mi realidad, no seas tristeza. No seas más melancolía.

Sé nuevo viento y brisa nueva. Sé una pregunta, y cualquier tipo de respuesta. No el punto, sólo la coma. Sé incertidumbre, sé azar. Dibuja unas alas en tu espalda, todo vale, todo está permitido. Puedes ser felicidad.

Seas quien seas, estés donde estés... aparece y ¡vuela!