Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

viernes, 17 de febrero de 2012

Todo son cenizas (parte 4)


Martín seguía hablándole, aunque escuchaba su voz no hacía caso alguno a las palabras, sólo un ruido más, un runrún al que llegó a acostumbrarse, de tal manera que ni siquiera le molestaba demasiado ignorarlo.

Sin darse casi cuenta, decidió seguirle el juego un rato.

- ¿Crees en la integridad?- le dijo deteniendo de cuajo cualquier chorrada que le estuviera contando.

Martín se sorprendió. Estaba claro que le estaba hablando de manera mecánica, no esperaba que le hiciera ninguna pregunta, y más de carácter tan metafísico.

- ¿Perdona?

- Me has escuchado perfectamente, ni la música está tan alta ni esos diez payasos hacen suficiente ruido. Que si crees en la integridad.

El pequeño barman rió.

- ¿Integridad? Nunca he sabido lo que significa esa palabra, amigo. Y dudo mucho que tú lo sepas.

- No. Tienes razón. Ahora no lo sé. Pero porque lo he olvidado. He olvidado tantas cosas… y ésa es una de de ellas. De las más jodidas. Porque lo supe… lo supe…

Ricardo siempre había querido ser policía. O eso creyó a pies juntillas, la gran mentira, la más grande de todas. En un momento de su pasado, su futuro estaba dibujado perfectamente, dispuesto enfrente de él, preparado para ser seguido paso a paso. La academia, su novia del instituto, todo en bandeja para llevar una vida convencional, la que siempre había querido.

Las cosas comenzaron a torcerse pronto. Realmente, el puzzle nunca encajó. Ni siquiera al principio. Nunca fue feliz, ni un poco. Ésa no era su vida, no la que quería. A veces, durante sus solitarias noches se preguntaba qué es lo que habría querido de verdad. No estaba seguro, pero sí de una cosa, no lo que tuvo.

En el torbellino, escapando de sus certezas, navegó entre las turbias aguas. Su vida como agente, un alfiler cada día, los pisaba, se los clavaba al moverse, le agujereaban de manera lenta pero no menos dolorosa cuando había cientos de ellos clavados por todo su cuerpo. Su matrimonio, algo que el concepto de integridad no le permitió evadir y terminó haciendo lo imposible por salvarlo. Todo tan absurdo…

La Rosa Verde fue lo que destruyó ese concepto, para bien o para mal. Lo único que le dio la esperanza de ser lo que en realidad era, escapando de cada segundo que la vida que eligió pero realmente nunca quiso elegir.

Pero había algo en esa vida que sí importaba. Lo que le hacía, todavía, después de tanto tiempo, ir algunas noches a la casa, y quedarse absorto, mirando la luz de la ventana del quinto piso.

Por eso, lo quiso dar todo. Por eso, intentó recuperar lo que había perdido aunque fuera de la peor de las maneras, aunque la integridad se pulverizara por completo.

La primera noche que lo hizo, que comenzó a zamparse esa integridad, estuvo nervioso. Pero necesitaba el dinero, por lo que cada noche que lo repitió, la rutina le fue tranquilizando, aunque nunca estuvo tranquilo del todo.

La madrugada en el puerto era fría, una cuchilla helada. El barco llegó tarde, demasiado. Las cosas no estaban yendo bien, mantenía la calma porque no tenía más remedio, pero le estaba costando mucho. Si le pillaban, le expulsarían del cuerpo. Quizás fuera lo que deseaba en realidad, pero no estaba preparado. No, ella no lo merecía. No su mujer, que ya le importaba un pimiento. Sino Bea…

Fueron pasando los fardos al camión, lo hacían con diligencia, con extrema eficacia, pero cada minuto era una eternidad para él. Finalmente acabaron. Se quedó en el lugar, se encendió un cigarrillo, esperando.

Un coche llegó. Fue la primera vez que le vio en persona. El hombre que bajó, flanqueado por dos gorilas, de rostro serio, gafas de sol en mitad de la noche, posición relajada, como creyéndose amo y señor del mundo. En parte lo era, de ese mudo sí, del más turbio y oscuro.

Se le acercó. Uno de los gorilas sacó un fajo de billetes. Se lo lanzó, a Ricardo le costó cogerlo al vuelo, entumecido por el frío.

- Buen trabajo, muchacho.- le dijo, una voz aspera que cortaba más que el propio frío.- Es un placer hacer negocios contigo. No te sientas mal. Yo también tengo hijos.

De vuelta al presente, el número de Lucille iba subiendo en intensidad, había que reconocerle cierto esfuerzo, aunque en realidad era mucho más innata habilidad que esfuerzo en sí. En realidad, no se estaba esforzando en absoluto.

Recordó esa primera conversación con Quiñones, y le dijo a Martín:

- Nunca me has dicho si tienes hijos.

Pareció incluso más sorprendido que con la pregunta anterior.

- Nunca me lo preguntaste.

- Te lo pregunto ahora.

- Estás muy hablador para ser tú, Ricardo. No recuerdo que te gustara demasiado darle al pico, y viendo el aspecto que tienes, mucha menos pinta tiene de gustarte ahora.

Era cierto. Posiblemente ésta era la conversación más larga que tenía en semanas. Pero en parte, necesitaba ordenar sus ideas, y esta vez, era incapaz de hacerlo por sí solo.

- Ya que tu whisky es una basura imbebible, por lo menos me debes un poco de conversación. A ti sí siempre te ha gustado darle al pico.

Martín nunca tuvo reparo de hablar de casi cualquier cosa, de hecho hablaba y hablaba sin parar por regla general. Eso sí, nunca de su vida privada. Pero hizo una excepción.

- Sí, Ricardo. Tuve un chaval con mi primera mujer. No le veo demasiado, pero afortunadamente, no se parece una mierda a mí. Es guapo y con estudios. Lejos de esta vida. Bien por él.

- Bien por él. Ponme otra.

La segunda copa entró mucho mejor, el mejunge empezaba a saber incluso relativamente bien.

El alcohol llevaba tantos años siendo la principal solución de sus más apremiantes problemas. No una solución, por supuesto, sino una cobarde evasión, cuanto más grande era el problema, mayor la cantidad de alcohol ingerida.

La noche que su pantomima empezó a desmoronarse del todo, la cantidad había sido muy generosa, más de lo que había sido nunca, posiblemente. Por fin, tras mucho esfuerzo por su parte, en el cuerpo de policía habían decidido prescindir de sus servicios, no podía sorprenderse, mucho habían tardado. Todos sus flirteos con lo ilegal le habían dado bastante dinero, dilapidado a partes iguales, él en alcohol y la Rosa Verde, su mujer en caprichos para olvidar su infelicidad. El último, el piso céntrico, la fachada que años más tarde visitaría con tanta frecuencia.

Esa noche, entró en el piso por última vez, con litros etílicos navegando entre su sangre y órganos, pero lo suficientemente lúcido para recordar cada palabra que la mujer que nunca amó, le escupió con una furia merecida e incontenible.

Le estaba esperando, en el salón. Fumando un cigarro, el décimo de la noche, que buscaba su sitio en el abarrotado cenicero.

- Buenas noches, amor.- dijo él, dándole significado a la palabra ironía.

- No…- ella miraba hacia el suelo, con tanta intensidad que en cualquier momento lo atravesaría derrumbando el edificio entero.- No son buenas noches. No lo son, nunca lo han sido cuando tú has tenido algo que ver.

- Toda la razón. Por eso me casé contigo. Porque eres tan jodidamente lista…

- ¡Basta!- el grito contenía tanto odio que casi derribó a Ricardo. Supo que no abriría más la boca en un rato. Que ella había estallado, con toda la razón del mundo, y que le tocaba apechugar.- ¡Basta! No, no te hagas el gracioso, maldito desgraciado. Nunca más. Todo, joder, lo tenías todo. Todo lo has perdido. Te han echado, ¿cuándo pensabas decírmelo? Habría pasado el tiempo, cada día, y tú habrías seguido viniendo aquí cada noche, y nunca me lo habrías contado. ¿Es eso? ¿Es eso?

Él no contestó, un silencio afirmativo y pesado. Le enfureció más, aunque posiblemente le habría enfurecido cualquier cosa que hubiera dicho o hecho en esos momentos.

- Y basta ya de todo. Basta ya de engañarnos. Basta ya de engañarme. ¿Crees que no sé dónde vas todas las noches? ¿Crees que no sé lo que es La Rosa Verde?

Escuchar esas tres palabras de su boca fue como el sinsentido más grande, como encontrar realidad y sueño al mismo tiempo, como que las dos cosas más dispares y diferentes del mundo convergieran en el mismo sitio, algo imposible y rodeado de desconcierto.

- Lo sé, Ricardo. Lo sé todo. Y no me preguntas porqué, porque no te importa. Estabas desesando que llegara este momento. ¡Reconócelo, hijo de puta, reconócelo!

Siguió su silencio, aguantando el chaparrón, el diluvio que se estampaba contra él como la madre de todas las tormentas llovidas y por llover.

El llanto de ella, contenido, explotó como explotaba su rostro y cada una de sus palabras.

- Borracho, fracasado, mentiroso, traidor… te quiero fuera de mi vida… ahora mismo. Ahora mismo y para siempre. Nunca más me verás, Ricardo. Nunca, nunca, nunca, nunca. Y olvídate de Bea también. Nunca más la verás. Oh sí, me ocuparé personalmente de que así sea.

Como un marinero naufragando en una tempestad interminable, había aguantado todo lo que ella le echó encima con un estoicismo digno de un héroe, si no fuera porque no había ningún tipo de heroísmo en él. Hasta ese preciso instante. Toda la rebeldía que tenía aglutinada en él, surgió como una descarga irrefrenable. No, eso no se lo podía quitar. Eso no. Todo menos eso.

- ¡No te atrevas a decir eso, mujer!- gritó más fuerte, con más rabia incluso que ella.- ¡Eso no puedes hacerlo! No me separarás de su lado… ¡no me separarás de su lado!

Pero pudo. Cumplió cada una de sus amenazas. Utilizó todas sus armas, su padre era abogado y lanzó el infierno contra él. No pudo defenderse, fue totalmente incapaz.

La lluvia le sumergió del todo, la primera de las dos derrotas que marcó su destino.

Contemplaba, años después, entre los escombros de La Rosa Verde, a la segunda de las derrotas. En carne y hueso, casi más hueso que carne en esos momentos, Lucille, la princesa de los sueños prohibidos, efectuaba los últimos compases de su litúrgica danza, con la precisión y habilidad de un cirujano, con los vestigios marchitos de la mejor de las stripers.

Demonios, nunca había conocido una mujer como ella. La primera vez que escuchó su presentación, y la vio totalmente omnubilado, había entrado como policía en el club. Salió como una víctima más, olvidando ley, supurando deseo, construyendo sueños y esperanzas, verdes como la rosa de neón que presidía el lugar.

Seguía contemplándola ahora, como dando las últimas caladas del último de los cigarros que jamás fumaría, degustando el humo mientras le recorría entero.

Fue tan estúpido, pero tan feliz. Ella le hizo sentir todo eso y más. Tan estúpido, que creyó que podía raptarla, hacerle olvidar esa vida, tejer sus propios destinos, juntos, para siempre. Lo creyó durante mucho tiempo, pero sólo reunió el valor para intentar tejer ese destino, dos veces. La primera, en aquella redada. La segunda, poco después de que su exmujer se lo arrebatara todo.

Lo había pensado todo tan bien. Había pintado el ramo de rosas entero, de un verde fresco y vivo, cosa bastante absurda cuando la pintura no tardaría en matar a las rosas. Pero su esfuerzo, en un principio, se había visto recompensado. El ramo lucía tal que el cartel, tan brillante y cargado de esperanza…

Tenía casi aprendido de memoria el discurso que le diría para convencerla. La primera vez no lo había conseguido, pero en el fondo, quería creer que ella también le amaba. Sería más apasionado, más certero, su elocuencia sería tan absorvente como lo era ella con cada movimiento sobre la pista. Porque estaba tan seguro de que la amaba como seguro estaba de que nunca hubo amor en su matrimonio, a pesar de que su exmujer le hubiera entregado, aunque fuera por un tiempo, lo único auténtico y verdaderamente valioso de toda su vida. No se lo había entregado exactamente, lo habían creado juntos. Costaba creer que de algo tan muerto como lo suyo, hubiera nacido algo tan lleno de vida y de posibilidades.

Pero bueno, no era el momento de pensar en el pasado, sino en el futuro. Y el futuro, estaba impreso en el ramo de rosas verdes que sujetaba como el más precioso de los tesoros, en el interior de los pétalos de la única rosa verde real que existía.

Atravesó el hall del club atesorando toda la esperanza que un ser humano, vapuleado por la tristeza monótona del fracaso, era capaz de reunir, moviéndose lentamente para que no se derramara entre sus brazos.

Vio como ella acababa su número, y por enésima vez, el aliento de tantos hombres enloquecía en un millón de sueños a su lado. Sonrió como otras veces, porque él saboreaba de verdad a esa mujer, no como esos hombres, que se contentaban con saciarse con su imagen.

Fue andando hacia su objetivo, aquel que le rescataría del naufragio, con quien zozobraría a salvo, juntos, olvidando los fracasos, transformando las derrotas con el líquido verde de la esperanza.

Entró en el camerino de su rosa verde, pensando que Lucía y no más Lucille, le estaría esperando de manera incondicional.

Nada más entrar, su mirada se clavó en él, dura como el acero.

- No, Ricardo, no me hagas esto. Mira, eres un buen hombre. He sentido cosas de verdad por ti…

- Y yo, Lucía. Estamos a tiempo de que todo esto sea real.- a pesar de que ya empezaba a saber lo imposible que eran todos sus anhelos, se negaba a tirarlos por la borda. Tenía que ser posible… ¡tenía que serlo!

- Eres un encanto. Pero yo amo a otra persona. Lo siento mucho. Nunca pensé que lo nuestro fuera serio. Tú tenías a tu mujer y a tu hija, pensaba que sólo era un divertimento. Nunca me permití el lujo de creer.

Sólo escuchó “yo amo a otra persona”. Nada más. El resto se fue difuminando entre la pesada realidad que caía sobre él, desvencijando cada sueño que pensaba, iluso, que terminaría cumpliéndose.

Ella acarició su rostro. Él cerró los ojos, y no lloró porque había aprendido que los hombres de verdad no lloraban. Estúpido, estúpido, estúpido.

- ¿Quién… quién es ese hombre?- preguntó cómo si sirviera de algo saberlo.

- Mejor que no lo sepas. No te va a servir de nada. Deja de torturarte. Recupera tu vida. Eres un buen hombre. Olvida La Rosa Verde.

Salió aún más lentamente del camerino de lo que había entrado. Fue andando como furtivamente, y se agazapó en una esquina. Tenía que saberlo. Tenía que saber quién era el que le había arrebatado la poca esperanza que se atrevía a recorrer sus venas. Quién era el que le había condenado a ser lo que sería en un futuro, un compendio de tristeza, desgana y sueños por cumplir que jamás volvería a albergar ningún tipo de luz salvo la escasa luz de los recuerdos.

Y entonces, le vio. Vio al único hombre en el mundo que no podía permitirse el lujo de odiar entrando en el camerino. Con un millón de losas de un millón de toneladas apiladas sobre sus espaldas le siguió. Se paró en la puerta. Una parte de él quiso derribarla de una patada y apalear al hombre que había dentro. Sólo una parte. El resto de él supo que nunca reuniría tanto valor.

- Hola, preciosa.- la voz áspera y decidida casi le arranca la piel. Una voz que aglutinaba una seguridad que nunca tendría. La voz del hombre que lo poseía todo. Incluso a Lucille. Incluso a Lucía. Seguramente a las dos.

- Hola mi amor.- joder, y aunque había escuchado la voz de la mentira surgir de los labios de la mujer que amaba, y se la había creído a pies juntillas, aunque había paladeado su falsa ternura, acuñándola como la verdad más absoluta; esa sencilla frase, desnuda, descubierta, sin artificios, fue mucho más real.

- Te sacaré de aquí, nena. El mundo será nuestro. El mundo será nuestro.

Entonces pudo oir la pasión tan fuerte que casi atravesaba las paredes. Cada gramo de placer y de deseo que transpiraba esa puerta le expulsó, se marchó escopetado. Fuera hacía frío, el neón le contemplaba como riéndose de él, restregándole toda la esperanza que jamás le entregaría.

Se sentó en el bordillo, intentando ordenar sus ideas hasta que fue totalmente consciente de que no había nada que ordenar, que el caos no tenía solución, que las piezas se habían perdido y jamás las encontraría. De que todo eran cenizas. Todo eran cenizas.

No se dio cuenta del tiempo que permaneció en la calle, absorto hasta que llegó a esa conclusión.

Todavía mantenía el ramo entre sus brazos, cuando vio salir al hombre del local. Todo lo que él nunca sería, para bien o para mal. Lo que nunca creyó querer ser. Lo que quería ser con cada fibra de su ser en esos instantes.

Le vio. Maldita sea, ¿por qué le había visto? Se acercó a él. No tenía fuerzas, no sabía cómo evitarlo.

- Buenas noches, muchacho.- dijo escupiéndole ese perfecto deje otra vez.

- Buenas… buenas noches, señor Quiñones.- sólo respondió él.

- Me he enterado de lo que te ha sucedido.- ¿a qué se refería? ¿a cómo él mismo había pisoteado los sueños que le quedaban? ¿cómo podía ser tan cínico?- Esos payasos no saben lo que se pierden. Eres un buen policía y un hombre muy útil, muchacho.

- Gra… gracias.

- Siempre vas a tener trabajo conmigo. La gente de fiar como tú escasea, te lo aseguro. Tendrás noticias de mi gente.

- Muy bien…

- ¡Ah! Y un consejo, muchacho. Olvida a las mujeres. Son ellas las que nos despellejan. Son ellas por las que lo damos todo. Pero es más fácil decirlo que hacerlo, ¿no es así?

- Sí… toda la razón.- “hijo de la gran puta” quiso añadir sabiendo que era lo último que haría por suerte o por desgracia.

Se marchó, pero Ricardo tardó un rato más en marcharse también. Dejó el ramo que empezó a desteñir con la lluvia y fue pisoteado como tanta, tanta, tanta esperanza, fingida y verdadera, era pisoteada en las puertas de La Rosa Verde, destrozándose los pétalos reales como los ficticios que adornaban y perfumaban las tristes conciencias.

1 comentario:

Axel dijo...

¡Sólo queda la quinta parte! ¡Lo voy a acabar y todo!