Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

lunes, 30 de julio de 2012

El último asalto




La Rosa Verde
                               … o “El último asalto”

La noche era oscura, sofocante y silenciosa, salvo por el sonido de las pisadas sobre los charcos.
El hombre corría como alma que llevaba el diablo, buscando un resquicio en la noche que le sirviera de escondrijo, jadeando cansado, sabiendo que le alcanzarían en cualquier momento. Apestaba a basura, el calor era asfixiante, el suelo estaba encharcado, todo jugaba en su contra. Tropezó y estuvo a punto de caer, pero se rehizo a tiempo; había estado a punto de perder toda su ventaja, tanto esfuerzo habría sido en vano. Aún así escuchaba las pisadas de quien le daba caza, más decididas y pesadas que las suyas, no tardarían en alcanzarle. Estaba perdido y en el fondo lo sabía.
Su perseguidor, no estaba nervioso. Era rutina absoluta de un tiempo a esta parte. Éste era su trabajo, sin más. Todo aquello diferente, cualquier capacidad de decisión, había quedado atrás. Apretó el paso, veía perfectamente al pobre diablo que, sabía de todas, todas;  tenía las horas contadas.

La noche era brillante, los focos y los flashes de las cámaras emitían su brillo incandescente sobre el ring, como un oasis de luz y de esperanza, del que bebían cientos de personas, buscando emociones, espectáculo, pasar una noche entretenida, o amar el deporte. Ésa era la noche, donde los sueños se cumplirían golpe a golpe, grito a grito entre la multitud y el sonido sordo de los puños estrellándose contra los cuerpos.
Todo estaba a punto de empezar. El speaker hizo acto de presencia, y con su perfecta y trabajada pronunciación, pasó a hacer su trabajo, adornar a los dos contendientes, presentar el espectáculo de la mejor manera posible.
- ¡Damas y caballeros! ¡Bienvenidos al palacio del boxeo! ¡Prepárense para pasar una noche gloriosa que jamás olvidarán por el título mundial de los pesos mediopesados!

Mientras huía, veía pasar su vida a través de sus ojos. Casi le hacía gracia, era algo que había oído muchas veces pero que nunca había terminado de tomarse en serio; sin embargo le estaba ocurriendo en ese preciso instante. Perdía esperanza a cada paso que daba, pero no podía parar de correr. Huír de lo inevitable. El ser humano, aun siendo totalmente consciente de su perdición, difícilmente la asume. Él cada vez estaba más seguro de lo que le esperaba. De hecho, llevaba años labrándoselo, bailando sobre el agudísimo filo de la navaja, como un funambulista borracho, de tal manera que muchos se habían preguntado cómo era posible que no hubiera caído hacía ya tiempo rebanándose por la mitad.

El público estaba preparado para el combate. Cómo no estarlo, era el combate del año. Algún espabilado se había aventurado a llamarlo incluso el combate del siglo, pero tampoco era necesario exagerar. Mike Williams “Ataúd” era un púgil implacable, una leyenda imbatida en la ciudad. Su sobrenombre no era gratuíto. En su tercer combate profesional acabó con la vida de Terry Dinaher, que era campeón estatal. Desde entonces fue conocido entre el público con ese morboso apodo. Muchos de sus rivales saltaban al ring con el miedo en el cuerpo, ese sobrenombre había hecho mucho por él en realidad. Pero estaba claro que no debía su apabullante racha de victorias exclusivamente al temor que despertaba su mote. Su técnica era depurada, y su directo de izquierda, un martillo pilón. Había logrado k.o en sus últimos doce combates y en todos, antes de llegar al cuarto asalto.

Quien le perseguía, efectivamente, no tenía ninguna prisa. La misma certeza vivía  en ambos, sucedería. Le iba a alcanzar, tarde o temprano. No tenía ningún lugar al que escapar ni dónde esconderse. No era la primera vez que perseguía a alguien por los callejones del muelle. Había aprendido a conocer perfectamente sus recovecos, a escuchar los pasos en la quietud de la noche y discernir la dirección con tan sólo escuchar una pisada. Todo el proceso que le había llevado a tal maestría en la persecución, no era sin embargo algo de lo que enorgullecerse. Lo había aprendido de la peor manera, bajo el fracaso y la necesidad, la desesperanza, la derrota. Ser brillante en ser oscuro. Ser algo en la nada.

Pero lo que hacía especialmente estimulante el combate de esa noche, no era la presencia de Williams. Claro, contribuía, pero a pesar de ser el favorito de las apuestas, no era el favorito del gran público, más con el corazón en la mano que con la cabeza, eso sí.
No, lo que impregnaba la noche de un aroma especial era su contrincante. Nunca mejor dicho, porque posiblemente era el único luchador en la historia del boxeo con un sobrenombre de flor. Derrick O´Shea, más conocido como “La Rosa Verde”. Con su pose desgarbada, y sus sempiternos calzones verdes con la bandera irlandesa en la parte superior de la pernera derecha. La Rosa no era el luchador más ortodoxo. Pero habiendo partido desde cero, hijo de inmigrantes irlandeses,  trabajador del muelle, boxeando para alimentar a su familia, parecía normal, por lo menos en principio que su técnica no fuera la más depurada. Al principio fue objeto de burlas, es normal. Ese mote en un deporte tan plagado de testosterona como es el boxeo era una invitación a la mofa. Pero cada victoria in extremis mitigaba las risas y las transformaba en admiración. “¡Sus espinas destilan esperanza!” era el grito de guerra, porque eso es lo que era ese boxeador. Esperanza pura. El sueño americano con escala en Irlanda, enfundado en unos guantes y calzones verdes.

Pensó en detenerse y pedir piedad. Lo pensó durante unos momentos sólo. Por supuesto, fue un pensamiento estúpido. Llevaba toreando a Benjamin Saphiro desde hacía meses. Habría tirado por el retrete todas las prórrogas que le había concedido para saldar su deuda. La gota que colmó el vaso, es que desperdició su última oportunidad de manera definitiva. Benjamin Saphiro era el capo más conocido de la ciudad, y si era conocido, no lo era precisamente por dar oportunidades a troche y moche. Y eso, que por algún inexplicable motivo, anteriorimente fue relativamente piadoso en su caso concreto. Le concedió una última opción, trabajaría para él, como sicario. Tendría que encargarse de un tipo que estaba más o menos en su misma situación. Pero a la hora de la verdad, fue incapaz. Era un ladrón, un estafador. Pero no un asesino. Probablemente no por sus principios morales, inexistentes en realidad. Sino porque carecía de escrúpulos. Todo lo contrario de quién le perseguía.

- ¿Están preparados para el combate del año?- la voz del speaker volvió con fuerzas renovdas, como si fuera a anunciar el principio o el fin de todas las cosas. – En la esquina derecha del cuadrilátero, con 88 kgs de peso, calzón rojo y guantes negros, el hombre de los puños de piedra, la apisonadora Newyorkina, capaz de derrumbar las mejores defensas, de introducir el miedo en el corazón del más valiente rival. Con un impresionante récord de veinticino victorias, dieciséis de ellas por k.o… Mikeeeeee Williams!- “Ataúd” saltó al cuadrilátero con la seguridad absoluta dibujada en sus puños y en su porte, como sabiendo positivamente que podría detener un tren de mercancías a golpes si fuera necesario.
- Y en la esquina izquierda, el sueño americano hecho boxeo, de la nada a la cumbre, de ser un simple estribador del puerto, a competir por el título mundial. Con 76 kgs de peso, calzones y guantes verdes… sus espinas destilan esperanza… ¡Derrick “La Rosa Verde” O´Shea!
La Rosa entró en escena con mucho más ímpetu que su rival, sin esa serenidad en apariencia, pero con una vitalidad contagiosa. Una de las cosas que más llamaba la atención era su rostro, su cuerpo era rudo y propio de un boxeador de su nivel, pero las facciones de su cara eran aniñadas, como de un chaval que no había terminado de crecer, pecoso y pelirrojo era todo inocencia a pesar de ser un torbellino en el ring. Ambos estaban frente a frente. Sólo esperaban el sonido de la campana para que comenzara su desafío, y el espectáculo para los impacientes asistentes al combate.

Mientras le perseguía, por enésima vez  hacía un repaso mental. Cómo había llegado a esa situación. Nunca se lo planteó, siempre pensó que acabaría de otra manera. Tuvo los mimbres adecuados para que esta situación nunca hubiera llegado a producirse. En su juventud es cierto que se lo llegó a plantear. El camino fácil. Tenía físico y aptitudes para ser un buen matón. Pero luego, su vida fue llevándole por otros derroteros. Logró tantas cosas. Creyó verdaderamente que sería feliz, que lo lograría de manera legal, que todos, empezando por él, estarían orgullosos, tanto quienes no importaban, como sobre todo quienes fueron parte vital en su existencia y su hipotética y malograda felicidad.

La campana sonó y el público rugió enloquecido cuando los púgiles se dirigieron el uno al otro, sin concesiones, para que lo inevitable diera comienzo. La Rosa era más rápido, aunque tenía una técnica menos depurada en realidad, cosa comprensible porque sus orígenes humildes no habían dado tiempo a mucha preparación y entrenamiento. Su habilidad venía  más por la intuición, había nacido para el boxeo, su técnica nacía de lo innato, qué cotas podría alcanzar este hombre con el entrenador y el tiempo adecuados. Sabía que la defensa de Ataúd por el costado izquierdo era más débil, sin embargo no empezó castigando esa zona. Era demasiado evidente, y estaba seguro de que estaría pendiente de salvaguardar su punto débil, sobre todo mientras estuviera entero físicamente. Por lo tanto era más imprevisible atacar el costado derecho, pero siempre manteniendo las distancias y haciendo que se moviera sin parar. Era mucho más pesado que él, y no podría aguantar el baile si se producía muy deprisa. Además era fundamental el mantenerse a una distancia prudencial, Ataúd tenía un directo de izquierda demoledor. De hecho lo sabía, muchas veces sus combates se trataban de aguantar el momento exacto para descargarlo. Una vez había impactado de lleno, podían pasar varias cosas. O el rival caía directamente al suelo y se producía el k.o, o aguantaba la acometida, pero quedaba tan debilitado que le resultaba imposible esquivarlo una segunda vez. Había quienes aguantaban dos de sus directos, pero su destino estaba totalmente sentenciado a partir de ese momento.

La noche le golpeaba con fuerza, con casi tanta como la que emplearía el arma de su perseguidor para abatirle. Le sacaba cierta distancia, pero no conocía la zona con exactitud, no así su rival. Tenía muy pocas opciones, terminaría encontrándose de bruces con un callejón sin salida, de tal manera que estaría irremediablemente perdido y sin una nueva posibilidad de escape. La única manera de sobrevivir, remotísima pero quizás posible al fin y al cabo, era tenderle una emboscada. No tenía ningún arma, pero no era un payaso, sabía usar los puños, y si se abalanzaba sobre él desde una posición ventajosa, quizás podría dar buena cuenta, y aunque fuera, por lo menos dejarle lo suficientemente atontado para ganar el tiempo necesario para emprender la huída definitiva. Con la esperanza en el horizonte, esperanza que creyó perdida, apretó el paso con vigor renovado. Su ventaja tenía que aumentar para que poder por lo menos desaparecer de su vista durante el tiempo necesario para encontrar el escondite desde el cual, dar rienda suelta a su plan.

Los tres primeros asaltos transcurrieron de esa guisa, La Rosa tanteaba mientras Ataúd esperaba su oportunidad, algo molesto con la táctica de su adversario, que posiblemente era la mejor posible dadas las circunstancias. También le molestaba el hecho de que fuera el primero que no se amedrentara ante su mera presencia. Ni le molestaba ni le enorgullecía lo que sucedió cuando terminó con la vida de Dinaher, fueron gajes del oficio, no buscaba acabar con su vida, sucedió sin más, y no valía la pena preocuparse. Pero no podía negar que le había sido tremendamente útil. Otros boxeadores en su piel habrían caídos presa de la culpa. Él no, aprovechó cada gramo de ventaja que su reputación asesina le concedió. La Rosa era el primer rival que parecía ignorar el hecho de que había matado una persona con sus puños, era valiente y osado, pero no perdía la calma. No tenía miedo. No sabía si era por pura inconsciencia o al contrario, por creerse verdaderamente consciente de sus posibilidades. Era mucho más fuerte que su adversario, y lo sabía, su táctica le resultaba incómoda ciertamente y estaba logrando evitar su izquierda con mucha solvencia. Estaba intentando agotarle, y si el combate acabara en ese mismo momento, la victoria sería por los puntos para La Rosa. Williams sabía que quedaba mucho. Llevaba mucho tiempo sin que un combate rebasara los cuatro asaltos, este sería sin duda el primero en casi dos años. Pero aún cansándose él, el irlandés no era tan resistente. Flaquearía un momento. Estaba seguro. Y ese momento de flaqueza sería el momento exacto en el que su destructor directo de izquierda haría acto de presencia.

Ahora lo veía más claro. No. No moriría. Había sido un cobarde. De hecho llevaba siendo un cobarde mucho tiempo, en una desquiciante huída hacia delante, de tal manera, que en el fondo siempre supo que acabaría muerto en un callejón de mala muerte. Ya bastaba. Ya bastaba de huír, de creerse perdido. Podía ser optimista. Es más, durante todo este tiempo había sobrevivido, estaba entero, y listo para su último combate. Burlaría a la muerte una vez más. Ese matón no era más que un mandado, sin inteligencia, sin inventiva, le sorprendería. Él no era un don nadie. Sobrevivir, a las malas, había sido su deporte favorito, incluso más que el boxeo, deporte del que siempre estuvo enamorado.
No, no se rendiría. No esa noche. Ni nunca más. Por fin tomaría las riendas de su vida. No era joven, pero tampoco era un anciano. Tenía tanto tiempo por delante, tanta mierda que dejar atrás, y no la dejaría huyendo. No, esta vez lo haría con todas las de la ley, con pies de plomo, como un hombre. Primero, se encargaría de este payaso. Luego, reuniría el dinero que le debía a Saphiro, y se lo entregaría con intereses. No habría fantasmas persiguiéndole. Nadie ni nada le volvería a perseguir.

El griterío del público era ensordecedor, quién poblara las gradas y se parara a pensar un momento, se preguntaría cómo los dos púgiles no perdían la concentración con el griterío. Y la respuesta era que sencillamente, en esos momentos, eran totalmente presos de su mundo particular. Ya podía estar estallando la tercera guerra mundial a su alrededor, que serían incapaces de darse cuenta. No había nada más que su rival. Fuera  sólo un contorno difuminado. Sólo podían pensar en cómo doblegarse mutuamente, en conseguir el golpe correcto en el momento adecuado.
El éxtasis de la concurrencia, en todo caso, estaba totalmente justificado. Ya transcurría el séptimo asalto, y la igualdad era absoluta. La Rosa Verde seguía con su plan, pero cómo había baticinado Williams, estaba aguantando peor de lo que imaginaba. Era natural en realidad, la Rosa era demasiado impetuoso. Gastaba demasaida energía en cada movimiento. El baile que realizaba era demasiado costoso, mucho estaba aguantando. En el sexto asalto ya recibió un gancho de derecha que casi le hace besar la lona, pero se rehizo e incluso logró contraatacar con la serie de golpes más seguidos que había logrado encadenar en todo el combate. Por lo tanto, en este séptimo la equidad en el combate no podía ser mayor. Williams se permitió arriesgar un poco y apretó, La Rosa no se esperaba el embate, y fue empujado contra las cuerdas. El árbitro les separó justo antes de que volviera a sonar la campana. Pero la gente vio por primera vez, como la esperanza se desdibujaba del rostro de quien, pensaban, entrañaba toda esperanza posible.

En un momento de la persecución, se sorprendió al dejar de escuchar las torpes pisadas de quien perseguía. Pensó que se habría rendido a su suerte, que lo habría dado todo por perdido. Pero cuando giró al callejón, no estaba. Maldita sea, se había esfumado. Se rascó la cabeza. Miró hacia todos los lados. ¿Cómo lo había hecho? No podía permitirse fracasar, tenía que darle caza. Trabajar como sicario de Saphiro era lo mejor que le había pasado en años. Años duros, años dónde perdió todo lo mucho que ganó y mucho más, más rápido y de peor manera que si lo hubiera hecho a propósito. Ahora, se había ganado un puesto de confianza junto al mafioso, y sabía que no podía permitirse el lujo de pifiarla si quería mantenerlo. Lo perdería seguramente con el paso del tiempo, como lo perdía todo, como era incapaz de mantener nada, ni lo que merecía la pena, ni la basura como ésta en la que estaba enfrascado, aunque le permitiera seguir malviviendo. Así que tenía que encontrarlo. Y rápido.

Por lo que al comenzar el octavo asalto, Derrick O’Shea estaba decididamente nervioso. Se notó nada más empezar, atacó de manera casi infantil a Williams que le estaba esperando y contraatacó castigándole las costillas. El dolor fue tan intenso que estuvo a punto de gritar, pero mordió su protector bucal, y aguantó incluso logrando colar un par de golpes y un buen uppercut. A pesar de ello, había salido perdiendo en el toma y daca, y Williams apenas había salido perjudicado mientras que él apenas podía respirar por el intercambio de golpes. Ese octavo asalto estaba siendo como una losa para él, su plan se estaba torciendo, y por momentos, su rival parecía estar jugando con él. Nada más lejos de la realidad. Sólo le tanteaba. Para asestarle el golpe de gracia. Y así fue, el famoso directo de izquierda apareció con todo su esplendor, en un momento en el que La Rosa bajó especialmente la guardia para intentar una ofensiva casi suicida. El puño se estrelló de bruces contra su mentón, como si le lanzaran un frigorífico contra los morros, frío, enorme y pesado. El mundo que ambos compartían se hizo añicos y cayó de bruces contra el suelo del ring. El público rugió de tal manera que ni se podía escuchar contar al árbitro, una cuenta atrás que visto lo visto, iba a dilapidar toda esperanza futura. La Rosa Verde estaba perdiendo sus pétalos.

Su plan estaba dando resultado. Sólo tuvo una oportunidad y lo hizo tan rápido y tan bien, que no dudó de que una vez había tenido éxito en esa maniobra, conseguiría salir de ésta. Se dio impulso por encima de un contenedor, se sujetó a una viga del ruinoso edificio, y logró levantarse a pulso. La luna llena hacía sombra justo en su perspectiva, de tal manera que pudo saltar de una viga a otra apenas sin hacer ruido y situarse detrás justo de su perseguidor cuando torcía hacia dónde teóricamente pensaba encontrarlo. Pero no fue así. Habían cambiado las tornas. El cazador era ahora la presa. Ahora, tenía la sartén por el mango. Saltó desde su ventajosa posición y lo pilló desprevenido. Al caer sobre él, se dio cuenta además de que era mucho más grande que su teórico asesino, le sacaba casi una cabeza, y además era mucho más grande que él. Intentó sacar una pistola, pero le pateó la mano y salió volando unos metros, ahora le tenía a su merced.
- Vamos, chiquitín.- dijo con toda la confianza que le daba la ventaja.  – Ahora vamos a jugar.- dicho lo cuál le golpeó con tanta fuerza que pensó que podría haberle arrancado la cabeza.

Pero la esperanza es algo tan maravilloso. No sé, muchos dicen que lo que sucedió en ese momento fue pura magia. Algo inexplicable. Un milagro. En el segundo ocho de la cuenta atrás, cuando incluso sus más acérrimos seguidores habían tirado la toalla, abrió los ojos e hizo ademán de incorporarse. Williams apenas se lo podía creer. Era cierto que algunos otros habían resistido su directo, pero, ¿a esas alturas? Era inconcebible. Tenía que haber estado durmiendo durante horas. O para siempre, como le sucedió a Dinaher. Pero no. Se levantó. Le hizo un gesto al árbitro, y el combate se reanudó. Fue como si se parara el tiempo, para el público, para los jueces, para el árbitro, pero sobre todo para Derrick O´Shea, dueño absoluto de la situación, del presente, y del futuro. Con la furia de un relámpago en la más terrible de las tormentas, se abalanzó contra el costado izquierdo de Ataúd, por primera vez en todo el largo combate. Obviamente, a esas alturas había olvidado las precauciones para proteger su punto débil. Por lo tanto, las espinas de La Rosa Verde empezaron a clavarse como disparadas por una ametralladora a la velocidad de la luz por toda la zona baja, cada nuevo golpe lo acompañaba el furor de un público que empezaba a creer en lo inverosímil, que compartía cada gramo de esperanza que ese pequeño boxeador expulsaba a chorros y descargaba con una ira inigualable.

Pero, ante su sorpresa, el mejor de sus puñetazos no le hizo gran cosa. Sólo le hizo recular un par de pasos. Pensó entonces que iría a por la pistola, e intentó tomar ventaja y hacerse él con ella. Pero no fue así. En cinco segundos, le golpeó siete veces. Los puñetazos iban hacia todos lados. Desarticuló su defensa en cuestión de un instante, él pensaba que sabía luchar, pero su rival le demostró de todas, todas, que era un aficionado a su lado. Sin apenas esfuerzo, siguió golpeándole, de un lado a otro, le partió varias costillas sin parar de acuchillarle con sus puños, luego varios dientes saltaron por los aires. Intentó levantarse, pero siguió golpeándole con más intensidad, llegó un momento en el que todo lo que veía era nudillos y sangre. Todo se iba al garete. Qué ingenuo que era. Se había engañado tan bien. Lo iba a conseguir, lo iba a conseguir. ¿Quién era este hombre? ¿Cómo podía darle esa somanta sin pestañear?

El octavo asalto acabó con Ataúd todavía en pie. Pero todos sabían lo que iba a suceder en el noveno, incluso el propio Williams. Toda la audiencia estaba en pie. Tanta gente que quería creer desesperadamente en la victoria de La Rosa Verde, pero que lo creía imposible. Gente que se veía reflejada  en su rostro, gente que sí creía que dentro de la locura, si ese muchacho lograba llegar a lo más alto, ellos mismos lo podían conseguir, lo podían conseguir todo. La muchedumbre y su gritería llegaban a tales extremos, que aquello era casi una revolución . David iba a derrotar a Goliath, y lo iba a hacer en sus mismos términos, a golpes, sin dar tregua, de igual a igual.
- ¡La Rosa Verde! ¡La Rosa Verde! ¡La Rosa Verde!- gritaban, con un acompasamiento perfecto, casi parecía que fuera premeditado aunque sólo era espontánea felicidiad.
Sonó la campana, y se abalanzó sobre Williams golpeándole tantas veces, que cuando cayó al suelo, fue casi un regalo de los dioses para él mismo, que se habría negado a rendirse, pero no podía soportar más castigo. El árbitro empezó a contar, y cada segundo fue más largo que el anterior. Del nueve al diez pareció como si una década transcruyera. Derrick O´Shea vio esa década completa, la década futura de su gloria. Lo había logrado. De la nada, era el campeón mundial de los pesos mediopesados. Él sólo, sin ayuda de nadie.
El número diez rubricó su victoria, y la de toda la gente que terminó de creerse definitivamente el sueño que estaban viviendo juntos. El boxeo no volvería a ser igual. Posiblemente, la vida de muchos de ellos tampoco. Todo era posible. Siempre había esperanza.

Llegó un momento que no tenía que seguir golpeándole, no le había hecho perder el conocimiento, pero apenas se podía mover. Sin prisa, con toda la calma del mundo, fue a por la pistola. No acabaría el trabajo con sus propias manos desnudas. No había necesidad de ensuciarse hasta ese punto.
Entonces le vio. Aunque mantenía los ojos entreabiertos por la incipiente hinchazón de los golpes, acertó a mirarle a los ojos, a ver su cara. Le conocía. Sabía perfectamente quién era. Ahora todo tenía sentido, el enfrentamiento cuerpo a cuerpo no podía haber acabado de otra manera en un millón de años.
- Tú… tú… te conozco…- consiguió balbucear.
- No. Apuesto a que no. Nadie me ha conocido jamás.- amartilló y le apuntó con la pistola.
- Eres… eres La Rosa Verde. Yo… yo te admiraba… estuve en el combate. Te vi… te vi machacar a “Ataúd” Williams.
- Ese no soy yo. Quizás lo fui. Ahora no. Ahora sólo soy tu verdugo.
- Pero… lo tenías todo. Eras todo. El presente, el futuro… ¿cómo… cómo has acabado así?
Recordaba tan bien ese combate. No tenía ni veinte años cuando lo vio, logró colarse en el pabellón con una de sus triquiñuelas. No era para menos. Su héroe, el héroe del pueblo podía ser campeón del mundo. Recordaba cada segundo, cada golpe, cada mililitro de esperanza que las teóricas espinas de La Rosa Verde no dejaron de destilar para él, ni un instante, ni siquiera cuando todo pareció perdido.
Lloró, y no sólo porque fuera a morir. Lloró porque entonces supo que había fracasado. Que todos habían fracasado. Que el mundo estaba podrido. Que nadie jamás triunfaría.
- ¡Tú no maldita sea! ¡Tú eras un héroe! ¡Tú eres un héroe! ¡Lo tenías todo! ¡Lo tenías todo!
- Lo perdí.- apretó el gatillo y apagó tantos sueños de un plumazo. No sólo los del infeliz, que ni siquiera perdió la esperanza cuando su destino estaba escrito desde hacía mucho tiempo. Sino también algunos de sus sueños de gloria, la mayoría sepultados, pero que en algunos momentos, resurgían aunque fuera por unos momentos. A ráfagas, había logrado olvidar quién había sido. Le costó, pero había casi logrado olvidar cómo fue perdiendo todo lo que consiguió. Quién creyeron que era. Un símbolo de algo que realmente nunca fue. Alguien que se tragó la vida una y otra vez, y todas sus mentiras, pensándose inmortal e invulnerable, pero que en realidad, nunca tuvo esperanza, ni siquiera cuando todos le gritaban que la tenía. Sólo vivió como supo. Mal.
La Rosa Verde, el héroe del pueblo, no fue quien cargó con el cadáver y lo lanzó al agua del puerto para después hacer el camino de regreso a su oscura vida. Pero tampoco fue quién noqueó a Mike Williams. Porque, por maravilloso que fuera ese concepto, ese hombre, en realidad, nunca llegó a existir.

martes, 17 de julio de 2012

Una larga historia que dura... desde hoy hasta ayer.


Aún recuerdo, dos imágenes flotando...
Dos destinos, entrecruzados, como bailando.
Es curioso, como el tiempo, desdibuja
rostros, vidas,  esperanzas, sueños rotos,

Palabras huecas, calmas y terremotos...
Palabras llenas, tormentas, terremotos.



Pero entre el polvo, hay dos figuras, victoriosas, derrotadas.
Soñando sueños de cristal, sueños de cartón.

Frágiles y fuertes,  dueñas del pasado.
Ignorando el futuro, sorbiendo la vida a tragos.
Siendo libres en una cárcel de papel...
siendo libres en una cárcel de papel.

En la bruma, aún perdura, sin remedio, y sin cura,
una larga historia que dura desde hoy hasta ayer.
En la bruma, aún perdura, sin remedio y sin cura.
una larga historia que dura desde hoy hasta ayer.

Desde hoy hasta ayer... desde hoy hasta ayer.


Con el fuego inconsciente, de lo incierto,
Malabares con los años, no importa el precio.
Siendo jueces del futuro, arena entre los dedos.

Aunque intentes recogerla la dispersa el viento.

Pero sin darse cuenta, perdura en el tiempo.
Aunque sea imposible, resurge sin remedio.

Entre el frío, dos figuras, olvidadas, imborrables.
Despertando del letargo, derritiendo el hielo.
Derrumbando paredes, traspasando muros.
Ignorando el futuro, sorbiendo la vida a tragos.

Siendo eternos en el ojo del huracán.
Siendo libres en el ojo del huracán.

En la bruma, aún perdura, sin remedio y sin cura.
Una larga historia que dura, desde hoy hasta ayer.
En la bruma, aún perdura sin remedio y sin cura.
Una larga historia que dura, desde hoy hasta ayer.

Desde hoy hasta ayer... desde hoy hasta ayer.

Fuimos libres, fuimos dioses, somos libres, somos dioses.

Una larga historia que dura... una larga historia que dura...

                                                                                

                                                                                     ... desde hoy hasta ayer...




martes, 3 de julio de 2012

Antes del amanecer





Escucho...

... en la oscuridad de mi desvelo, converso conmigo mismo. Abrazado bajo sábanas de desasosiego, cayendo lenta la noche como la pluma de un pájaro recién cazado por un gato, me atrevo y me observo. Aunque sea complicado mirar cuando me resulto tan extraño, es el momento de hablarme lo callado. Por eso cierro los ojos y en picado caen mis párpados, son pesadas losas. No duermo, pienso y...

... recuerdo...


... el silencio de caricias con las que adornaba tu piel dormida, esos besos cincelados que se tallaban en cada rincón de tu cuerpo y un susurro que me traía tu respiración desde el fin del mundo. Colma el vacío de sensaciones jamás vividas. Era una montaña rusa, a veces tocando el cielo, en otras en los confines del infierno, transcurría los senderos de una brillante ciudad hacia callejuelas inexploradas donde me pierdo. Me extravío de mí, y al mismo tiempo, a ti no te encuentro, pero...

... aprendo...

... que no es el súbito mal el que nos desencamina, sino ese miedo consentido e inadvertido, aquel que reside en lo cotidiano y se instala dentro de nosotros mismos sin querer darnos cuenta, marchitándonos hasta que olvidamos quienes somos. Como si estuviéramos frente a un espejo, con una vela que antes permitía vernos y que ahora se consume en su propia cera, ensombreciendo la visión de nuestro rostro. Y, sin embargo, por fin lo sé y lo...

... siento...

... como la luz vuelve a deslizarse por los recovecos de una persiana que no tendría porque estar bajada. Me ilumina esa naciente claridad que acompaña la brisa marina de un ventilador y descubro que sigo estando ahí, que nunca me he marchado. Tan sólo necesitaba escucharme en silencio y aprender a sentirme. Hacer algo que ya sabía: ser yo mismo.


Entonces abro los ojos, me giro en la cama, despiertas...

... y amanezco.