Desde tiempos inmemoriales,
cuando la historia no era más que un impreciso
esbozo narrado por los victoriosos, hemos existido los Bardos:
narradores, cronistas y poetas; artistas, juglares y trovadores;
tejedores de sueños que recogían mitos y leyendas,
de las canciones ancestrales, de los evanescentes sortilegios,
del arrullo del tempestuoso mar o del canto de las ninfas del bosque,
para transmitirlos durante generaciones entre aquellos
que nos quisieran escuchar, sumidos en un embrujado deleite.

Y es ahora, en esta Era donde la magia se diluye
junto con la esperanza de las gentes,
cuando nuestro pulso ha de redactar con renovada pasión
y nuestra voz resonar más allá de los sueños
.

Toma asiento y escucha con atención.

Siempre habrá un cuento que narrar.

jueves, 20 de diciembre de 2012

La noche más larga

Érase una vez en una pequeña aldea de pescadores que por aquel entonces ya se llamaba Calpe, tres hermanos, cada cual más codicioso y supersticioso, que se estaban preparando para el Solsticio de Invierno. Por todos era conocido que esa noche sería la más larga del año, pero sólo unos pocos sabían lo que verdaderamente ocurría. Se decía que durante esa noche, que desde tiempo inmemorial era llamada Yule, los muertos caminaban entre los vivos. Y contaba la leyenda que aquel que se encontrara con un espíritu podría pedirle cualquier deseo a cambio de un favor.

Y hete aquí que estos tres hermanos, codiciosos y supersticiosos, aguardaron a que cayera el anochecer, y emprendieron rumbo a un lugar conocido como Peñón de Ifach, un enorme monte que se alzaba junto a la aldea y desafiante contra el mar. Después de mucho esperar, cuando pensaban que nada iban a encontrar, saliendo desde detrás de unas ruinas, se asomó una figura envuelta por una bruma sombría, que se deslizaba sobre el pedregal. Al principio, los hermanos se mostraron temerosos, pero la avaricia les pudo y se acercaron silenciosos:

- ¿Eres tú quién sólo pasea en la noche más larga? - preguntó el mayor.
- Así es, soy yo. - respondió con su fría voz.
- ¿Nos concederás lo que te pidamos? - preguntó el mediano.
- Tan sólo a cambio de un favor. - respondió con su oscura mirada.
- ¿Qué podemos hacer por ti? - preguntó el pequeño.
- Tendréis que conseguir tres objetos para mí. - respondió con su mano enlutada.
- Y si los conseguimos, ¿nos darás lo que sea? - preguntaron los hermanos al unísono.
- Lo que sea que queráis. - respondió mientras se acercaba.
- Queremos que nunca más nos falte nada. - hablaron los tres a la vez.
- Y así será si antes del amanecer me traéis: la ceniza de un campo fértil, el corazón de una gaviota y el hueso de un niño. 

 En cuanto fueron dichas estas palabras, la lúgubre aparición se dio la vuelta y se marchó con el eco de su propia voz. Sin más dilación, los hermanos decidieron dividirse para poder cumplir con la tarea antes de que el amanecer asomara por encima de los mares. El pequeño buscaría la ceniza, el mediano se encargaría del corazón y el mayor desenterraría el hueso. Se despidieron con alegría y grandes expectativas, pues ninguno de ellos dudaba que conseguirían todo cuanto les habían encomendado. Pero era la noche más larga del año, y nunca se sabe lo que te puede deparar.

 El hermano más pequeño, cruel y mezquino, decidió que el método más sencillo para conseguir una ceniza era con fuego. Así que se acercó al campo más cercano, prendió un retal de tela y lo arrojó contra los cultivos, incendiándolos. Y cuando creía que pronto lo conseguiría, la brisa marina sopló con más fuerza, avivó el fuego, que terminó por alcanzarlo hasta quemarlo vivo reduciéndolo a él mismo a cenizas.

El hermano mediano, feroz y desalmado, recorrió los caminos del Peñón hasta llegar a la cumbre, en la que sabía que encontraría los nidos de las gaviotas. En esos nidos podría matar a una cría sin dificultad y arrancarle el corazón de su cuerpo con suma facilidad. Cuando se acercó a un polluelo para asestarle el golpe fatal, su madre y el resto de aves se lanzaron contra el agresor, picoteando y pinchando su cuerpo hasta que a él mismo le arrancaron el corazón.

 El hermano mayor, pérfido y miserable, se dirigió hacia el cementerio de la aldea, que no estaba muy lejos de allí. Se encaramó al muro, saltó la cancela de metal y empezó a pasear entre las tumbas, buscando la más propicia para profanar. No tardó mucho en encontrar una fosa común, en la que se arrojaban los cuerpos de los niños huérfanos. Sin escrúpulo ni aprensión, se inclinó para usurpar uno de los restos óseos. Pero cuando pensaba que lo tenía aferrado, perdió el equilibrio y cayó en la sepultura, muriendo en el acto y dejando él mismo allí sus propios huesos.

Y fue así como la figura envuelta por la sombría bruma, de fría voz, oscura mirada y mano enlutada, fue paseando por cada lugar en el que los hermanos habían caído, y antes de que el Yule terminara, les reveló quién era mientras se los llevaba para siempre:

- Soy la Muerte que os reclama. Y ya nunca os hará falta nada.

La noche más larga del año terminó, como todas las largas noches, para dar paso a un nuevo amanecer, pues no existe principio ni final, ni luz sin oscuridad.


¡FELIZ YULE!

martes, 18 de diciembre de 2012

Heraldos



Apoyado en el tronco de un árbol, Russel encendió un cigarro.
“Creo que es el séptimo de la tarde” se dijo.
Repasó mentalmente las señas de los que iban a ser sus clientes.
Uno alto y con una armadura roja, y dos elfos azules... drows... criaturas de la oscuridad. Cualquier individuo con un mínimo de decencia y escrúpulos no aceptaría un trabajo con seres de esa calaña. Pero por suerte o por desgracia si había algo de lo que Russel carecía era de decencia y escrúpulos.
Quizá por eso cada vez tenía trabajos más extraños. Su vida era poco más que una real y verdadera mierda.
Hacía tiempo que había dejado de vivir la típica vida de explorador, triscando por los montes entre los árboles y la naturaleza.
Hacía tiempo que había dejado de vivir una vida que compaginara con la palabra decencia.
De hecho… ¿había sido alguna vez decente su vida? Tenía que hacer un gran esfuerzo para recordarlo.
Quizá hacía un par de decadas, cuando todavía era aquel explorador que sí que triscaba por los montes, entre los árboles y la naturaleza, quizá en esa época todavía era decente su vida.
Recordaba a duras penas lo que era sentirse un niño libre y con sueños... hacía ya tanto tiempo... era una sensación difusa y distante. Había olvidado también lo que era ser un joven adolescente... con toda una vida por delante, plagada de esperanza.
“Esperanza... vaya mierda de palabra.” volvió a decirse mientras apagaba ese séptimo cigarro.
En el fin del camino tres siluetas se acercaban, a pasos agigantados, firmes.
Russel afinó su vista, y sonrió. Seguro que eran ellos.
No era gente que inspirara confianza,  le daba lo mismo. Si le pagaban lo que le habían prometido por guiarles desde el bosque de Tethir hasta las colinas púrpuras, hasta la catedral maldita de Nerull, el Dios de la muerte, tendría más que suficiente.
Por lo que sabía, nadie había aceptado el trabajo hasta él.
Decían que era un trabajo ligado a la muerte y a la oscuridad…
Miedos, supersticiones... ¿qué importancia tenían para alguien a quien le habían robado los sueños?
Sumido en sus pensamientos, cuando se quiso dar cuenta, sus tres clientes ya estaban enfrente de él.
Ahora, podía analizarlos con detenimiento.
El más bajo de los tres era tan siniestro que llegaba a resultar gracioso. Era uno de los drows, y una oscura capucha cubría su cabeza. Era natural, los drows son especialmente sensibles a la luz del día, acostumbrados a la eterna negrura de la infraoscuridad. Pero igualmente dejaba ver su rostro, azul diabólico. Sus ojos no cesaban de moverse, inquietos, con morbosa curiosidad.
A su derecha, otra elfa oscura de sinuosas formas y exacerbante belleza. A Russel no le habría importado hincarle el diente, pero sus ojos le miraron amenazantes, induciéndole con rabia a que ni se le pasara por la cabeza. Se dio por aludido.
Y el que parecía el líder de la compañía era el más impresionante.
Sus dimensiones eran desmesuradas, y facilmente superaba los dos metros de altura. Su constitución y musculatura eran bestiales, y su armadura, roja con una inscripción cadavérica grabada en medio de su torso evocaba una sensación pegajosa, un terror escondido.
Pero aun contando con su descomunal físico y con su atuendo, lo que más inquietó a Russel, fue su rostro, inmutable, distante y a la vez ardiendo de intensidad.
Una enorme cicatriz bañaba su pómulo izquierdo atravesándole el ojo y manteniéndolo entrecerrado.
- ¿Eres tú quien ha enviado Kargar el infame?- gruñó en un estallido de fuerza.
- Sí, ese soy yo.
De repente se hizo el silencio, un silencio que incomodó a Russel.
¿Qué decir? ¿Cómo romper el hielo con esta gente?
- Debéis ser Garathor, Iyandra y Tanelorn.- dijo siendo lo único que se le ocurrió decir.
Callaron mirándole fijamente a los ojos.
- Bien, bien, me tomaré eso como un sí. Yo soy Russel, encantado. Hechas las presentaciones y ya que tenéis tantas ganas de hablar, partamos ya. Nos esperan unos pesados días de viaje. Cuando lleguemos a las colinas púrpuras, sólo yo conozco los caminos exactos para no cruzarnos con compañías no deseadas.
- Al contrario, cuantos más enemigos nos crucemos, mejor.- dijo Garathor desenvainando su hacha de batalla.- Me encantará proporcionarles una muerte digna del segador de almas.
Russel se quedó mirándolo y una gota de sudor recorrió su frente.
- Bueno... como quieras.
Por un momento se arrepintió del cauce que había tomado su vida. Si no lo hubiera tomado, nunca se vería rodeado de gente como ésta.
Resopló algo confuso y se encaminó hacia las colinas púrpuras, donde llevaban semanas ocurriendo acontecimientos extraños.
Y que extraños serían los acontecimientos que surcarían su vida a partir de ese preciso momento. Quizá nunca debió aceptar ese trabajo.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Buscadores de luz


Ella sale a la calle, cansada, aburrida, presa de la monotonía, ignorando la luz que desprende a borbotones, la magia que crea a cada paso que da. Ignorando que el mundo se detiene con cada uno de sus movimientos, ignorando cada una de las cosas que la hacen única y especial.

Y todo transcurre como siempre, previsible, la rueda gira una y otra vez, los días se atropellan con desidia, nada cambia...


... excepto para quien la contemple. Quien tenga ese privilegio, que se agarre a él, con toda fuerza imaginable. Porque es difícil subsistir en un mundo vacío, y más difícil captar gente que lo llena de verdad, que sin ser consciente, con un guiño, con un simple e involuntario movimiento, da sentido al sinsentido.


Porque ella, en el día más triste, más oscuro, más cansado, más aburrido, más monótono... sale a la calle...


... e ilumina el mundo.





Hay quien dedica toda su vida, cada minuto que vive o malvive, buscando luz de manera incansable, como único objetivo vital del que es imposible escapar. Los buscadores de luz son necesarios en nuestro mundo, a través de un mundo lejano pero incrustado en las tinieblas de éste. Ese mundo, sin nombre, casi sin realidad, se derrumba si los buscadores no cumplen su objetivo. Ese mundo es un compendio de todos los anhelos y de todas las voluntades humanas, su sustento, su esqueleto, su muro maestro en todos los sentidos posibles. La argamasa insustituible que da verdadera forma y consistencia a la esperanza. Sin él, todo lo que realmente merece la pena, se desmorona.
Para ello, los buscadores de luz consagran su vida a recopilarla. Los hay verdaderos expertos, que a pesar de lo difícil de su tarea, a veces descorazonadora y devastadora, consiguen reunir suficientes puntos de luz para que todo adquiera sentido aunque sea para unos instantes.
Son todos gente oscura. Se confunden entre la multitud sin que las personas de alrededor sepan quienes son, a qué se dedican, y lo indispensables que resultan para que la vida no se vuelva tan oscura como ellos.
Ése es su sacrificio. Su búsqueda, la única recompensa. Pero en contraste con lo que encuentran ellos no sienten, no padecen, sólo buscan y buscan.
Él  nunca quiso ser un buscador de luz. Y no era porque no cumpliera algunos de los requisitos, siempre vivió en la oscuridad de quien busca la luz. No, no lo quiso ser sin más por creerse incapaz; tardo tiempo en plantearse que acabaría siéndolo y ni por esas se llegó a imaginar que acabaría encontrando la mayor fuente de luz imaginable.
La luz más allá del concepto lumínico en sí mismo, habita en determinadas personas, de manera más o menos nítida, desde la chispa más inocua, hasta el destello más cegador. Pero los buscadores no solían encontrarla en el interior de las personas. La luz física era mucho más fácil de recopilar. La luz de lo espontáneo también, de la casualidad, de algún acto aislado sorprendente y de extraña bondad. Sin embargo, buscarla intrínsecamente en un solo ser humano… sucedía con tan poca frecuencia que esa búsqueda tuviera éxito. Él, la encontraría, sin lugar a dudas. Sin pretenderlo. Sin más.
Entre lo sombrío del mundo de la oscuridad, entre lo oscuro del mundo de las sombras, él despertaba cada mañana todas nubladas, todas grises. Su rutina le invadía, siempre lo hacía. Salía a la calle sabiéndose consciente de que habitaba ese mundo, de que el letargo, el cansancio vital, la tristeza, eran parte y todo de su existencia. Sólo era un contemplador, dueño de un puñado de cenizas que tendían a dispersarse por el viento para luego volver y ensuciarle con el color gris de lo descorazonador.
Ver la luz ajena es algo que en realidad no es necesario ser un buscador para poder hacer, cualquiera con un mínimo de sensibilidad puede darse cuenta de quién mana la luz. Pero hay que tener en cuenta una cosa, las personas más luminosas no son siempre las portadoras de luz. Brillar por fuera es muy sencillo muchas veces, un estado de ánimo, una belleza especial, un sencillo reflejo, una casualidad. Pero la luz en realidad habita de manera inequívoca en quienes repudian el concepto de luz en sí. Y así sucedía con esa mujer. Que no se sabía portadora de luz, que no tenía ni idea de lo que escondía.
Por eso, ver en ella la luz como el resto de la gente la veía, no tuvo mucho mérito.  Porque claro que eso fue lo primero que vio. En principio, casi cualquiera que por cualquier motivo tuviera la oportunidad de contemplarla, sabría y distinguiría cada fotón que la poblaba. Porque la belleza de esa mujer era espléndida, porque cada sonrisa por rara era aún más maravillosa, desconcertante en la magnitud de su esplendor. Y esa belleza gigantesca le cegó como un golpe de esperanza. Pero no era eso lo que brillaba de manera latente, sumergida y descomunal en ella, no era sólo su indiscutible belleza física. No. Era su interior, era el hecho de que ella no era ni mucho menos consciente de cómo podía llegar a brillar, de la magia que la habitaba de manera total, que no la  había desbordado por el mero hecho de su ignorancia y negación al respecto, porque no asumía toda la extensión inabarcable de su belleza, en todos los sentidos posibles de la palabra, dándole significado de manera definitiva al concepto.
Sólo fue un segundo. Casual, todavía por decidir, repentino. Pero la vio. Se cruzó con ella. Entre el gentío ensordecedor, entre la muchedumbre cegadora y destructora de luz, ella. Un punto, una sonrisa escondida en un ceño fruncido, un faro dominado por la tormenta que sólo acierta a vislumbrar quien tiene fe verdadera en la existencia de la luz y de las segundas oportunidades.
Ella. Sólo ella. Completa, definitiva, con un potencial tan evidente y escandaloso que no comprendía como la gente a su alrededor no se apartaba sencillamente para contemplarla y verse dominados por el lujo de poder caminar a su lado.
Ella. Una más, pero más que una, todas.
Ella. Que se perdería para siempre entre la multitud, que nunca jamás volvería a ver, que se vería obligado a olvidarla de cualquier manera posible, aunque no hubiera manera que conociera para que existiera esa posibilidad.
Ella. Sin más. Con todo. Eterna. Fugaz.
Fuente de luz. Olvido inolvidable.

Ella.
Todo eso surgió en un segundo. Toda la vida que podría vivir si hubiera conseguido conocerla. Todo lo que podía ganar. Todo lo que estaba perdiendo mientras se alejaba. Y se alejó. Se alejó.
Su imagen, su silueta, se habría marchado. Habría sido sólo un recuerdo en la niebla. Si no hubiera sido por los buscadores de luz.
Porque los buscadores de luz lo supieron. Supieron que él la había encontrado. Lo supieron en seguida, es algo que captan inevitablemente. Supieron cuando él la vio, cuando sin que el resto del mundo se diera cuenta, su existencia se detuvo al contemplarla

- La has encontrado.- le dijo una voz una vez estaba tratando de volver a emprender camino y fundirse con las sombras de nuevo.
- ¿Quién… quién eres?- respondió él asustado.
- Soy lo que tú eres ahora. Soy un buscador de luz. Y has encontrado una fuente. Ahora debes de hacer que de ella emane la luz que buscamos.
- ¿Cómo? ¿Por qué yo?
- Has sido tú quién la ha descubierto. Has sido tú el que has atravesado su coraza y te has atrevido a mirar en su interior. La gente no es consciente de que existen personas, que con su energía, sólo con la luz que les habita, pueden mover montañas, pueden cambiar estaciones, pueden hacer reír, llorar de felicidad… pueden cambiar el mundo. Nosotros recopilamos toda luz posible. Ahora tú recopilarás la suya.
- Pero, ¿eso cómo se hace? ¿Tengo que exprimirla como si fuera una naranja?
- No es necesario hacer bromas estúpidas. Sabes perfectamente cómo. Sólo tienes que hacer que ella se cerciore de la existencia de su luz interior. Porque es lo que sucede con las personas más maravillosas, que sencillamente, muchas veces, ignoran su potencial. Se empeñan en ignorar lo que realmente son. Tú sabes lo que esconde, lo que alberga. Hazlo salir.
- Yo no soy nadie. No seré capaz.
- Sí. No serás capaz en tanto en cuanto creas que ella brillará por ti. No. Brillará sólo y exclusivamente por sí misma. Tú sólo tendrás que guiarla.

Sucedió. Se vio atado a esa misión, a una promesa que hizo cuando creía que no quería hacerla, pero queriendo cumplirla más que cualquier otra cosa en el mundo en realidad. Porque sólo haberse cruzado con ella un momento, sólo haberse asomado ligeramente a la mujer que era, le seducía tantísimo, le intrigaba, le obligaba a saber más, a jugarse el todo por el todo para buscar la luz que albergaba con toda intensidad posible.
El nuevo buscador de luz, por tanto, se dedicó a buscar a la mujer que poblaba sus sueños, a la mujer que habitaba sus fantasías desde la realidad, porque aunque alguien así sólo podía tener sentido siendo un producto de su fantasía, era real. La había visto con sus propios ojos antes de imaginarla por más que ahora no hiciera más que imaginarla una y otra vez.
Por lo que comenzó su búsqueda. Primero, tenía que encontrarla, a priori lo más sencillo. Pero no lo fue tanto. Él era inexperto y torpe, no sabía hacer los movimientos adecuados, y se perdía entre el gentío. Captaba un ramalazo de luz, pero desaparecía de manera abrupta; corría esquivando personas oscuras, sueños perdidos, muchos de ellos suyos propios, que se recomponían con tan sólo imaginar la imagen de aquella que enhebraría los mimbres más resistentes en los que la esperanza pudiera sujetarse sin caer al vacío.
- ¿La han visto?- preguntaba.- Es imposible que la hayan olvidado.
La gente no le respondía, muchos le ignoraban, muchos se compadecían de él, pobre buscador de luz loco. En sus ojos se dibujaba su silueta aunque no supiera buscarla en realidad. Llegó al punto de buscar el reflejo de sus propios ojos, en el cuál habitaba esa silueta, sólo para darse cuenta de que estaba viajando en círculos concéntricos.
Con su barca, remando a la deriva, comenzó a buscarla entre las olas sólo guiándose con las estrellas que había en el mar, que habían caído una a una, tristes destellos de felicidad pasada. En esos destellos caídos, en esas estrellas en el mar también la buscó.
- Vosotras habéis olvidado la felicidad. Vosotras ya no brilláis. Pero brillasteis. Ayudadme. Podréis volver a brillar.
- Pobre buscador de luz loco.- susurraban.- ¿No sabes lo que eres? Lo que eres te hará ser más oscuro y olvidable incluso de lo que somos nosotras ahora mismo. ¿Y aún así quieres encontrar de nuevo la luz?
- Sí. Indiscutiblemente. Yo no importo. Vosotras y quienes tenéis posibilidades de recuperar vuestro brillo, sí. Y por supuesto, ella también.
Le pareció, sorprendentemente, captar un pequeño fogonazo en ellas cuando en teoría se habían extinguido para formar parte del negro manto nocturno del mar.
- Te estás equivocando desde el principio. No la busques más. La encontrarás.
- ¿Por qué? ¿Cómo voy a encontrarla si no la encuentro?
- Pobre buscador de luz loco. Ya la encontraste una vez. Sin más la encontrarás.
Pensativo, abandonó la quietud del mar para volver a introducirse en el gentío. Se sentó en el suelo. Cerró los ojos. La recordó con toda intensidad.
El tiempo se detuvo, o quizás fue más deprisa… el caso es que todo giró desacompasado.
Fue un niño, fue un adolescente, fue un adulto. Todo lo que quiso, todo lo que buscó y no encontró, se agolpó en su mente, temeroso del olvido, víctima de su soledad.
Quiso tanto encontrarla. Lo quiso de verdad. No como muchas veces queremos las cosas, como un capricho momentáneo por el que mataríamos aunque realmente no nos fuera nada en ello. No, no fue así. Quiso encontrarla con toda certeza, sin artificios, sin exageraciones. No había nada más que encontrarla.

Las estrellas no mentían. Quizás se compadecieron de él. Quizás entendieron que, al fin y al cabo, siempre hay luz que puede ser rescatada. Siempre existe la oportunidad de rectificar, de dar un paso atrás para dar tres hacia delante.
Ella no quería encontrarle. Ella vivía inmersa en sus propias preocupaciones, apremiantes, una vida completa y plena amargada por la rutina. De hecho a priori no era muy diferente de la vida del buscador de luz en lo que realmente importaba. Había matices claro, pero ambos se habían visto devorados por el mundo, escupidos después de haber sido masticados y casi digeridos.
La diferencia radicaba en que él tenía que encontrarla, y ella tenía que ser encontrada. Y le encontró.
Ella lo vio. Sentado en el bordillo. Sujetando su cabeza con las manos, como con un miedo atroz a que se desprendiera de su cuello y cayera rodando por el suelo para ser pateada y pisoteada por el torrente de gente que subía y bajaba por las calles, siempre con prisa, nunca con calma.
Ella no se habría detenido en circunstancias normales. Pero ese chico, sin ser atractivo en absoluto, le llamó poderosamente la atención. Su concentración y pena, atadas con un nudo irrompible, el peso de sus párpados cerrados, como temiendo abrirlos y chocarse con la realidad. Todo en él. Fue así porque lo único que quería en la vida sin que ella lo supiese, era encontrarla, por encima de todas las cosas.
Y se acercó a él. Se sentó a tu lado. Sin darse cuenta de cómo y porqué lo hacía, le preguntó:
- ¿Qué te sucede?
La voz que él oyó, respondía a las plegarias de su búsqueda. Supo instantáneamente que era ella. Que quién sabe porqué, las estrellas tenían razón. Que quién sabe porqué, volvía a tener suerte.
El peso de los párpados se diluyó y pudo abrir los ojos. Se chocó de frente contra la mujer. Ahora, a su lado, mirándole, el influjo de su presencia era cien veces más grande. Se vio tan tentado de olvidar porqué la buscaba y consagrarse no sólo a buscar su luz, sino a amarla como comenzaba a amarla en ese preciso instante, cuidarla y hacerla feliz...
… pero no. No sería por él que saldría esa luz. Sería sólo por ella.
- Hola.- consiguió responder no sin esfuerzo.- Hola. Estás aquí.

- Claro que estoy aquí. Qué hombrecillo. ¿Dónde iba a estar?

“Hasta hace unos instantes, en mis sueños.” Estuvo a punto de replicar. Pero se comedió.
- No tenemos mucho tiempo. Tú no lo comprendes. No comprendes lo que eres en realidad.- y lo era tanto y tan intensamente. Apenas podía apartar la mirada, mirarla era un regalo tan jugoso y difícil de rechazar…- Ven conmigo.

- ¿A dónde?- ella también se sintió intrigada en parte. No en vano, cualquier excusa de escapar de la rutina en la cuál se veía sumergida día y noche, era bien recibida.

- A todos los destinos posibles. A todas las verdades escondidas. A tu interior. Verás. Tú eres una persona muy especial. Y el problema, es que no lo sabes. No sabes la luz que hay en tu interior. No sabes que puedes iluminar el mundo si te lo propones. No eres consciente de que no hay barreras, de que no hay límites. De que tú eres el límite.

Ella río, y fue sorprendente para ambos que no se levantara y marchara automáticamente, porque su risa no fue precisamente de felicidad, si no de sorna.
- A otra con ese cuento.

- Espera. Sólo tienes que esperar. Te lo demostraré.

Cogió su mano y la apretó con fuerza. La miró a los ojos.

- El viaje que vamos a hacer… quizás no será el mejor de los viajes. Pero te garantizo, que haré todo lo posible, todo lo que esté en mi mano, para que tu luz, para que la luz que ni tú ni yo comprendemos pero que vive en ti… sea libre, para que tú seas libre. Para que seas feliz.

Un libro se abrió ante ellos, un libro en blanco, con tanto por escribir, tachar y emborronar.
Ella soltaría su mano en repentinas ocasiones. La historia que escribirían no sería la historia más hermosa del mundo. Sería su historia, una historia en la que él no desfallecería buscando su luz.

Sería el primer buscador de luz capaz de amar, porque la amaría mientras, a veces quizás con ligero éxito, le hacía intentar comprender de que tanto ella como el mundo, necesitaban la luz. Necesitaban su luz.




… y el nuevo buscador de luz, quizás fracasaría. Quizás tendría éxito. Pero nunca, nunca, nunca desfallecería.




Y en un punto, sólo deseaba que sus miradas se cruzaran, y ella viera la luz de sus ojos reflejada en los suyos.

Porque así, quizás y sólo quizás, ella podría comprender toda la felicidad el torrente indominable de pura luz que podía generar.

Cada sonrisa que le arrancó, cada duda que generó en su corazón, valieron fotones valiosos que dieron rienda suelta a las más salvajes fantasías.

Porque ella, sabiéndolo o no, en el día más triste, más oscuro, más cansado, más aburrido, más monótono… fuera con él o sin él… sale a la calle…

… e ilumina el mundo.